Oct 012001
 

Rosario Rubio Orellana-Pizarro.

“Mi vida ha sido un largo viaje”, exclamaría el emperador al llegar a Yuste. Su viaje, su vida activa, estaba acabando pero aún no había terminado. Sólo aparentemente era el final. Yuste empezó para él siendo una meta, pero resultaría ser una etapa, la última, hasta el momento de su muerte, muerte que él pretendió hacerla sencilla, en su sincera humildad de cristiano preparado para el trance. Sin embargo su augusta condición y el supremo papel que como emperador le había tocado representar, hacia inevitable la existencia de una corte que lo rodeaba; muchos de sus componentes estarán presentes en sus últimos momentos.

Yuste resultaría ser una plataforma privilegiada para elevarse a la altura de lo divino y desde donde también otear el discurrir humano. Al fin ponía en práctica sus deseos, sus anhelos de retirada, idea que durante su ajetreada existencia había acariciado largamente. Al mismo tiempo supondría permanecer en España indefinidamente, estancia que por breve que fuera, como así resultó serlo, mucho sería en proporción, al en que durante su reinado residió en ella.

Su idea de retirarse no había sido ni repentina ni muy tardía, tampoco lo fue, aunque sí posterior a aquella, lógicamente, la de determinar el lugar al que retirarse. De haber sido conocido tal propósito, hubiera parecido irrealizable quimera y como tal difícilmente factible. En cierto modo así resultó ser ya de por sí.

Lo que si es cierto que esta idea le acompaño en su nomadeo por Europa, que le daría un punto de ilusión y con ella, el equilibrio necesario para cabalgar a través de aquella desequilibrada cristiandad atacada desde dentro y desde fuera, y salvando más de lo que el mismo pensaba. Su vida había sido tremendamente azotada por todos los vendavales de la historia que cambiaron para siempre la faz de Europa, la Cristiandad entonces: reforma protestante; aparición de los estados nacionales, contrapuestos a la idea imperial; la tardanza de la celebración, instado por él repetidamente, del Concilio que se celebraría en Trento; el permanente ataque otomano del flanco sureste que llegó a poner en peligro Viena y del que en defensa de aquel frente, perdió la vida su cuñado el Rey de Hungría; la piratería berberisca con peligro de posibles desembarcos en el Mediterráneo; la enemiga de los príncipes con una mentalidad y una moral renacentista, frente a su concepto y conducta caballeresca.

La decisión de su retirada primeramente no confesada, silenciada más tarde, manifestada después a algunas personas de su mayor confianza y luego transcendida en rumores y repetidamente aplazada hasta el límite de sus fuerza, empieza a cobrar verosimilitud, especialmente una vez que el Duque de Alba regresa a España con órdenes para que su hijo Felipe inspeccionar el Monasterio de Yuste. Su estado de salud será el motivo principal por el que acelerará su decisión de retirarse. Piensa que la abdicación, aunque sorprendente, resulta ser una salida airosa.

Muestra de lo antiguo de la repetida decisión, es la confidencia que le hacia al embajador portugués Lorenzo Pires, poco antes de su entrada en Yuste. Le decía que ya, en 1535, a la vuelta de la expedición de Túnez, que había pensado en el retiro, confidencia cuya sinceridad ha sido puesta en duda, fundado, se ha dicho, en aquél “fino sentido de actor que tan frecuentemente mostraba”, y expresan como muestra de insinceridad, algo que a nuestro juicio abona lo verdadero de su intención. Se refieren a cuando, con motivo de la muerte de la emperatriz en 1539, se “apartó”, se retiró a “La Sisla”, un convento de monjes jerónimos en Toledo. Su sentido de la responsabilidad, abreviaría la temporalidad de tal apartamiento, dicho en el lenguaje de la época, consolándose, se ha dicho también – y es un signo más de lo arraigado de la idea-, con el deseo “de un no definido, y sobre todo futuro retiro, con el trazo de un apacible alejamiento”. Así lo rememoraba con su gran y dilecto amigo y “pariente”, por grande de España, Francisco de Borja, en uno de los cuatro encuentros que con él, ya jesuita, disfrutó en Yuste: fue en el año 1542, en Monzón, con motivo de las Cortes Aragonesas cuando le confió su idea de retirarse en la forma en que lo había realizado.

De un modo u otro gravitó en su pensamiento permanentemente. Es muestra de su intención, también haber decidido veinte años antes “interponer un periodo de descanso entre el gobierno y la sepultura” y haber acordado con su esposa – fallecida más tarde, en 1539-, que “tan pronto como se lo permitiesen los asuntos y la edad de sus hijos retirarse los dos, recluyéndose él en un convento de frailes y ella en un convento de monjas”.

Hay referencias de que Carlos había decidido abdicar en el mismo momento en el que había decidido reinar. Sin ponerlo en duda, hay que entenderlo como forma de compromiso de obligarse consigo mismo a no incurrir en causa que justificara una abdicación. En clave actual puede decirse que equivaldría a tener firmada, y guardada en su carpeta la carta de dimisión.

Tras la decisión de la retirada vendría la elección del lugar adonde retirarse. Inicialmente sería Yuste. Definitivamente sería Yuste. La primera información que pudo tener el emperador de aquél lugar, lo fue a través de su noble compañero de armas, Pedro de Alcántara Fernández de Córdoba y Álvarez de las Asturias-Bohórquez, morador de la comarca, y a cuyo sucesor en el título de Marqués de Mirabel, le correspondió el honor en su día de salvar Yuste del expolio que para estos bienes supusieron las leyes desamortizadoras de mediados del siglo XIX, impidiéndose así su total desmantelamiento y destrucción, deteriorada ya por el fuego, el pillaje y la rapiña de las tropas napoleónicas.

Tenida noticia del sitio y de las buenas referencias que de él poseía, dispuso, muchos años antes de su abdicación, informarse detalladamente del lugar, así lo confirma el Padre Sigüenza cuando dice: “Que esto fuera una cosa muy pensada parece claro, porque más de doce años antes de esta determinación, había enviado su Majestad a considerar la casa, el sitio, el cielo, la disposición del Monasterio de San Jerónimo de Yuste, hombres doctos y prudentes y le llevaron entera relación de todo”

En 1553 escribe a sus hijos indicándoles que al lado de Yuste se le fabrique una casa suficiente, recomendando que la operación se realice en secreto. Con aquél encargo se iniciaba la ejecución de su deseo de retirarse a descansar y a pensar en cuestiones espirituales, a pensar en el negocio de la salvación del alma.

Se encuentra enclavado en la zona sur de las estribaciones de la Sierra de Gredos, que si no estaba cerca, tampoco era un lugar remoto respecto de las ciudades núcleos del poder, de las que puede decirse que equidistaba Yuste: el de la gobernación de Valladolid, el económico de Sevilla y su puerto, y el de Lisboa, tiempo aquél en el que Carlos V abrigó un proyecto, posiblemente siempre lo tuvo, para unir Portugal y Castilla.

Es cierto que buscó y ansió el retiro si bien tal decisión sólo llegó a ponerla en práctica cuando su resistencia física se vino abajo y la enfermedad lo debilitaba hasta la extenuación en muchos casos, y que los asuntos espirituales serían su motivación principal. Principal sólo decimos nosotros y aún admitiendo que pudiera haber sido única no sería tan exclusiva como para que dejara de estar al tanto de algún asunto temporal. Se decía que Carlos y había resuelto desligarse de los asuntos temporales, limitándose en todo caso a dar consejo tanto a su hijo como a su hija.

Siguiendo en esta línea se le había llegado a atribuir la intención de hacerse fraile. No era este el caso, vistas las previsiones de alojamiento y estilo de vida anunciados, que serían austeros y sencillos para un rey pero no monásticos. En todo caso, los problemas de salud hubieran sido dique insalvable para tamaña decisión, como él bien decía, en ocasión de contestar a bromas del Padre maestro de novicios del Convento, no sabemos si en el mismo tono festivo: “ser o haber sido su precaria salud lo único que le había impedido hacerse monje”

Tal línea de conducta era la que les parecía observar a aquellos primeros autores que se ocuparon de este tema, con la única excepción apreciada por ellos, de la persecución de la herejía.

La realidad sería otra. El deseo de un no definido retiro, a modo de un apacible alejamiento, no sería nunca aceptado del todo por su temperamento, un deseo que a lo largo de su densa vida lo habría contemplado como la imagen de un príncipe piadoso que sabe anteponer el arreglo de su alma con Dios, convenientemente retirado del mundo, lo que no dejaba de ser engañoso dadas sus propias circunstancias y las del mundo que le rodeaba.

No sería sino hasta su muerte cuando dejara de estar inmerso en cuestiones de orden temporal. El consejo a sus hijos sería algo más que puro consejo. Les indicaba las líneas maestras por las que debería discurrir el proceder de la actividad política de aquellos, Felipe y Juana.

En todo momento exigía la puntual información del desarrollo de los acontecimientos, mientras “recibía a nobles y embajadores con la prestancia de un gobernante en activo”.

Aún en momentos de tristeza y abatimiento está permanentemente alerta y siguiendo la enorme información que produce el gobierno de los extensos dominios de la Corona Española en torno a su poderosa persona “lenta, dubitativa, pero de férrea voluntad”.No hay que olvidar que Carlos V se ha retirado a un lugar recóndito, pero más apartado que alejado del mundo, desde el que no dejará de supervisar y seguir el curso de los acontecimientos.

Consecuencia de tal actividad, más o menos intensa, más bien más y sí constante, sería la fluidez de postas entre Yuste y Valladolid, la especial atención a la correspondencia que cifra la información, y las embajadas y visitas que le llegaban.

Otra de las grandes preocupaciones de Carlos V, que genera también la consiguiente actividad, es la de la política matrimonial de su familia, y en la que subyace su paniberismo y a la par la promesa que le hizo a la emperatriz, a petición de ella, de no atacar Portugal.

A Yuste había llegado en relativo buen estado de salud, en el que permaneció algún tiempo con altibajos. Cuando empezó a decaer y a debilitarse hasta llegar a situaciones delicadas se le escamotearía la información de los correos si esta había de ser negativa.

Carlos nunca pudo contener su intervención en los negocios públicos, pero aunque así no hubiera sido se le habría requerido para ello. Así aún no llevaba dos meses en Yuste cuando recibe la visita, primera de varias, de Ruy Gómez de Silva, recién llegado de los Países Bajos informándole de la gran ofensiva que para el verano proyectaba Felipe. Le solicitaba consejo y le pedía su presencia en aquellos escenarios. Tuvo su consejo pero no su presencia. Su estado físico, e incluso de ánimo, impedían su permanencia en ningún otro que no fuera Yuste. Intervendría en cuanto le pidieran y más, como así fue, pero de ninguna manera lo sacarían de Yuste. Desde allí, sin moverse le proporcionaría una gran ayuda económica, gracias a la buena relación que mantenía con sus famosos banqueros. Gracias a la cual pudo financiarse la batalla de San Quintín, que le deparó la alegría de la victoria y disgusto al enterarse de que su hijo Felipe no había estado al frente de sus tropas.

El descubrimiento del llamado foco luterano en Valladolid, posterior a uno ya detectado en Sevilla, conmovió las altas esferas, y a Carlos V le produjo un gran sobresalto. Tenía al luteranismo como el más formidable y ominoso enemigo de cuantos había conocido, el que lo conoció y sufrió como nadie, y del que tenía una amarga e imborrable memoria.

A partir de su experiencia piensa que aquél brote puede ser una seria amenaza a la entraña del Estado, a la Corona como institución y a la paz pública.

Ante el peligro que encierra su propagación impone una implacable represión de la herejía, haciéndoselo así saber a la Regencia y de modo formal y solemne, mediante codicilio que otorga en Yuste, a su hijo el Rey Felipe.

Había sido más que testigo de excepción, protagonista pasivo y víctima principal del caos y la ruina, mezclados en sangre que siguieron al derrumbamiento de la vieja religión en algunas partes de Alemania y Países Bajos. Creía, a la vista de su triste experiencia, que quemar unos cuantos herejes seria un mal menor.

Tan intensa actividad fue conocida por cuantos seguían la marcha de los asuntos públicos y explica la apostilla que alguien le hacia al texto de un grabado sobre su retirada del mundo y de su supuesta exclusiva dedicación a Dios que el texto expresaba. Decía aquella apostilla: “que (Carlos) no dejo de combatir por su mundo hasta el mismo instante de su muerte” y fue, decimos nosotros desde Yuste desde donde mejor pudo hacerlo, conclusión esta que junto con lo que antecede contesta larga y, entendemos que satisfactoriamente, la pregunta “leit motiv” de esta exposición;” Yuste ¿por qué Yuste?”.

Al fin la muerte. Por fin llega la muerte que más parece el final de un Auto Sacramental que el supremo trance de un simple mortal, la presencia en ella del arzobispo Bartolomé Carranza de Miranda, arzobispo de Toledo, presentado inesperadamente en Yuste, y en el que recaían sospechas de heterodoxia, infundadas, como en su día se probó, ha motivado que algunos autores extranjeros por ignorancia o por una errónea interpretación de llamémosle “la escena final “, hayan podido hablar de la muerte luterana del emperador. Otros de la muerte erasmiana del emperador.

Esta claro e incontestado que el emperador murió en el seno de la religión católica, haciendo especial profesión de su fe. Sus últimos momentos y los que le precedieron se corresponde con su personal trayectoria a lo largo de toda su vida. Su voluntad de luchar contra los enemigos de la religión católica, permanece, si cabe, más firme que nunca en su etapa de Yuste.

Su acendrada religiosidad y su preocupación, y en parte obsesión de la época, por asegurar la salvación del alma, hace que frecuente la práctica de los sacramentos con la máxima asiduidad, incluso incurrido en sus últimos días en reiteración, e incluso, cabe decirse, extralimitación de su ejercicio. Así el día anterior a su muerte, pide que le sea administrada la comunión tras haber recibido recientemente la extremaunción, lo que hacia innecesario aquél sacramento, como así se lo manifestaba su confesor, accediéndose sin embargo más tarde a su deseo al ser éste tan ardiente y suplicante.

Cumplido lo que una buena muerte aconseja, sólo cabía esperar la llegada del momento supremo que lo afronta con valor y entereza, haciendo que se le lea una parte de la Sagrada Escritura, pidiendo que se le enciendan unas velas “unas candelas benditas que guarda” y que le alcancen un crucifijo que cuelga, con el que murió su esposa la emperatriz perennemente por él recordada y que cruza en su pecho. Su último aliento será una invocación a Jesús, como consuelo y esperanza supremos. A ésta ha sido llamada por algunos muerte erasmiana, porque les recuerda la obra de Erasmo “La preparación para la muerte “editada en 1534, cuando es simplemente una muerte santa y edificante, independientemente de posibles coincidencias y de posibles criterios personales que pudieran chocar con la mentalidad de la época, y por otra parte es lo cierto que Erasmo permaneció dentro de la religión católica.

En ningún caso, hubiera cabido imaginar el menor viso de luteranismo. Carlos tenía una visión nada renacentista del sentido religioso. No perteneció a su tiempo renaciente y no puede decirse que, ni siquiera el humanismo cristiano de Erasmo lo cautivara.

El era una creación medieval que los nuevos tiempos no lo habían modificado. Tenía un sentido caballeresco cuya vigencia había sido gravemente erosionada en la nueva era que se había abierto.

La muerte y tras la muerte los funerales en todas las cortes de sus diferentes reinos. También en Yuste, pero en Yuste se da una especial circunstancia. Ha habido otro anterior previo y suscitado de algún modo por el emperador, siguiendo a su pensamiento de celebración de funeral anterior a la muerte, y respondiendo a su idea que “en el camino del hombre hay cierta diferencia entre que se lleve la luz por delante o por detrás”. Dentro siempre de la obsesión de su salvación, le somete la cuestión a su confesor Juan de Regla, quién después de las debidas deliberaciones dio su asentimiento a las solemnidades fúnebres que precedieron al fallecimiento.

Sobre la celebración de funerales en vida de la persona había un precedente que, no sabemos conociera el emperador, aunque había tenido lugar en sus dominios, concretamente en la ciudad de Lieja. Se trataba del Cardenal de Lamarck, obispo de Lieja.

Algunos autores han conceptuado los funerales “previos” como una fantasmal fabulación al no conocer referencias coetáneas de tal acontecimiento. Cuando se empieza a hablar de aquél acontecimiento con una profusión de detalles en su realización, y antes en su preparación, no es un tiempo muy lejano al de su muerte por lo que hemos de entender que efectivamente, tuviera lugar su celebración, que lo fue al día siguiente de aquél otorgado por Fray Juan de Regla, el treinta de agosto de mil quinientos cincuenta y ocho, apreciándose precipitación en celebrarlo, signo del deseo vehemente que le animaba. Entre muchos detalles cabe señalar el de vestir de luto todos los asistentes. Otro: presencia del monarca, sigue explicando el historiador de los jerónimos “con un cirio en las manos, quién empezada la misa, avanzó y entregó su cirio al sacerdote que oficiaba, como prueba de su deseo de entregar su alma en las manos del hacedor”.

Este rey llegó a España, por vez primera, sin saber español, acabó hablando y pensando en español, lengua que le merecía el juicio que se desprende de lo que en cierta ocasión ante el Papa, dirigiendo su enojo y desafío contra el rey de Francia, le decía: “no espere de mí otras palabras que de la lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana”.

Las armas que ostentó finalmente en su sello, no fueron las imperiales ni las de la casa de Austria, de su abuelo Maximiliano, sino que escogió lucir las de España.

Dispuso ser enterrado en Yuste, salvo lo que tuviera a bien disponer su hijo, quién decidió que, junto con los restos mortales de la emperatriz, su madre, reposaran ambos en San Lorenzo de El Escorial.

En Yuste, junto al lugar de sus últimos años, reposan también, alineadas militarmente sus sepulturas, soldados alemanes, muertos en acción de guerra en zonas territoriales españolas o próximas, enterrados en España, a modo de formación fantasma que escolta y guarda el espíritu de Carlos en aquellos lugares, como súbditos privilegiados del emperador que fue el más poderoso de la tierra, siéndolo de dos mundos y al que uno de los dioses nacidos en Extremadura, -Hernán Cortés-, le recordaría haberle dado más tierras para su corona que heredado había, con ser tantas, de sus mayores.

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