Oct 241971
 

Eleuterio Sánchez Alegría.

Preámbulo

A una cita en Trujillo, hecha por una tan eminente personalidad extremeña cual es el Muy I.Sr.D. Francisco Fernández Serrano, y además para una tan noble misión como de la unos «Coloquios histórico-religiosos de Extremadura», naturalmente no podía faltar yo, por supuesto. Y en verdad que siento de todo corazón que mi presencia en tales actos no pueda ser física, por culpa de la pertinaz «artritis reumatoide» que me aqueja, además de enorme lejanía hasta nuestra querida Barcelona. En estos momentos y después de tanto tiempo qué satisfacción más profunda hubiera significado para mi volver a ver a ese Trujillo tan entrañable, que nunca se borra de mis pupilas y llevo tan metido en lo íntimo de mi alma, como algo que me es tan propio y constituye toda una parte de mi vida!

Con un saludo cordialísimo para todos mis antiguos amigos trujillanos, que ellos saben bien que los aprecio y no los olvido, y para cuantos nos honran con su presencia en tan importantes actos de esta gran cita histórica, quiero hacer patente mi participación con esta modesta reseña de experiencias personales en la ilustre Congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, a quienes debo lo mas principal de mi educación en mis años de juventud y a quienes rindo desde aquí mi mas sincero homenaje de gratitud.

Dos eruditos señores parece que van a hablamos de idéntico tema: el P. Ángel Martín Sarmiento y D. Eufemiano Fort y Cogull, pero ello no ha sido óbice para que desistiera de mi idea primitiva, si bien mi plan fue más extenso y a última hora, por contingencias académicas, me debo ceñir a esbozar únicamente como fugaces estampas unas breves referencias de las dos Residencias más importantes para mi, Plasencia y Zafra.

CASA DE PLASENCIA (Fundada en 1886)

En las postrimerías del pasado siglo XIX, durante el reinado de Alfonso XII, cuando se alternaban en el gobierno nuestro mas grande estadista, Cánovas del Castillo, y Mateo Sagasta, parece que se fundó la casa de Plasencia, la segunda fundación de PP. Claretianos en Extremadura. Era entonces Prelado de la diócesis placentina el Excmo. Sr. D. Pedro Casas Souto y el Superior General de los PP. Misioneros Hijos del Ido. Corazón de María el Rdmo. P. José Xifré, recia personalidad y todo un hombre de gobierno, preclaro en santidad. El ofrecimiento le fue sumamente grato, pues se trataba de un grandioso edificio, aunque demasiado vetusto, con una iglesia extraordinaria y buenos patios. Al igual que la de Zafra había sido en otro tiempo convento de la esclarecida orden dominicana. Sobre unas bases algo parecidas a la anterior fundación se firmo el convenio el 18 de enero de, l886. El Sr. Obispo se comprometía a ceder a la Congregación «en uso y usufructo, por todo el tiempo que subsistan los Misioneros en la ciudad de Plasencia el edificio y la iglesia con sus alhajas y ornamentos para la celebración del santo sacrificio, etc.»

«El P. General por su parte se obligaba a tener en la casa 5 Padres con 4 o 5 Hermanos Coadjutores, reservándose el aumento de dicho personal para cuando las circunstancias se lo permitieran o reclamaran, y a dar, por medio de ellos, misiones y ejercicios espirituales a las corporaciones y a los pueblos que designara el Prelado, de acuerdo con el Superior local, en las épocas y estaciones oportunas…» ¡Dichosos tiempos pasados aquellos que, aunque más desafortunados posiblemente en política, disfrutaban de un ambiente de una más pura espiritualidad!

Por circunstancias especiales parece que no se hicieron cargo de esta fundación nuestros PP. Claretianos hasta el 25 de noviembre de 1886, coincidiendo su salida de Santo Domingo de la Calzada con una célebre expedición de 18 individuos de la Congregación que marchaban a las misiones de Fernando Poo el día anterior 24. En la Estación de Plasencia Empalme les esperaban altas autoridades eclesiásticas y civiles y con gran acompañamiento les llevaron al Palacio Episcopal, en donde se les tributo el más cariñoso recibimiento. Después de darles la bienvenida cordial el venerable Prelado, con la Comisión episcopal y en medio de un ingente gentío, encamináronse a la nueva Casa Misión, vulgarmente conocida por convento de Santo Domingo o de San Vicente. Estaban iluminados el pórtico y la fachada principal, para darles más esplendor y alegría. Penetraron en la casi catedralicia iglesia, cantándose seguidamente un solemne «Te Deum» en acción de gracias y una «Salve» a la Virgen por su feliz arribada a la ciudad del Jerte. Después el XX Superior de la nueva Comunidad, P. José Navarro, dirigió unas palabras de saludo y ofrecimiento a los placentinos, con lo cual, terminados los actos oficiales, tomaron posesión de su Residencia.

Además del mencionado P. Superior, digamos que la Comunidad estaba compuesta por los PP. José Moumereu, Ramón Muns, Eduardo Fernández y Ramón Caserra además de los Hermanos Gregorio Pradera, Eusebio Güell, Juan Martínez Casimiro Ferrarons y Felipe Gadea. De este último se dice lacónicamente, pero con bien merecido elogio en el Boletín extraordinario de la Provincia Bética, en su Bodas de Oro (1906-1956): Verdadera institución en Plasencia. Fervoroso, ejemplar, modelo de Hermanos. Vivió en Plasencia 53 años.»

Precisamente este ultimo Hermano Felipe Gadea fue el que me franqueó las puertas del Colegio Postulandtado de Plasencia, instalado «ex professo» allí desde el año 1923 para recoger mayor número de vocaciones del Norte de España, Castilla la Vieja y León. Recuerdo perfectamente aquel para mi por todos los conceptos gran día de la entrada en la bella ciudad de Alfonso VIII. Tenía 11 años y apenas se hizo de día, mi madre me llama y todo emocionado me visto de prisa, con mi traje nuevecito de colegial y bien poco debí de desayunar. De pronto se oye un ruido de auto. Es el coche de línea de Vitigudino-Aldeadávila de la Ribera, que nos ha de llevar a la cabeza de partido y allí mejor acomodados en el de la línea directa a Salamanca, marcharíamos a la capital. Hasta ese punto me acompañaba mi padre, pues además era precisamente el día 21 de septiembre, San Mateo, último de la feria septembrina tradicional y. como ganadero que era, tenía otra razón de interés desde el punto de vista profesional. Muchas veces le había acompañado yo con reses a Vitigudino, tan célebre por sus concurridos mercados. Hoy me hacía el honor mi padre, y la despedida se hacía de esa forma menos sensible. Mi alegría y entusiasmo por nuestra pulcra e histórica ciudad charra fue grande, a decir verdad. Como niño me ilusionó contemplarla en fiestas, con sus gigantes y cabezudos bailando por alguna de sus múltiples plazuelas y sus acompañamientos por las calles Zamora, Toro o de la Rúa, pero sobre todo quedé embelesado ante la esplendorosa Plaza Mayor, las grandiosas portadas platerescas de la Universidad y sus dos Catedrales, que por primera vez contemplaba. La Virgen de la Vega, patrona de Salamanca, y el Cristo de las Batallas, legado tal vez del obispo don Jerónimo de Perigord, fiel compañero del Cid, enterrado en la Catedral Nueva, me llamaron poderosamente la atención, en tan nobles y altísimos recintos de columnas sin fin que no me cansaba de admirar. Era mi tío, el P. Eleuterio Alegría Nicolás, quien era esta vez mi guía y como habríamos de ir a Plasencia, no omitió el mostrarme en el exterior la bizantina cúpula «torre del gallo», de la que es replica la llamada en Plasencia «torre del melón». Intencionadamente también o por azar venimos a caer ante la imponente y singular fachada del convento de San Esteban, en donde me hizo mención del ciego y su famoso «Lazarillo del Tormes».

Declinaba la tarde y se hacía de noche y cuando las extraordinarias luminarias feriales se encendían plenamente, he aquí que decidimos coger el auto que desde la Plaza Mayor nos conduciría a la Estación. Mi padre sentía en su alma perder a su hijo mayor, pero hizo lo que pudo para disimularlo en su despedida. Yo no tanto y no pude contener mi sollozo, mientras mi tío, en la plataforma ya del tren, me alargaba sus brazos y rápidamente me desprendía de los de mi bondadoso padre. El tren pitaba y echaba a andar, a correr cada vez más. La figura de mi padre y hasta la silueta de la catedral de Salamanca se perdió muy pronto en la lejanía. Para restar importancia a la despedida, mi tío sacó inmediatamente el Rosario y empezamos a rezar. Luego un poco de conversación, comentando los sitios por donde pasábamos: Alba de Tormes, sagrado lugar que guarda con veneración reliquias de Santa Teresa de Jesús; Arapiles, famosa batalla contra Napoleón… Y tal vez me dejo adormilarme un rato para rezar su Breviario. La noche se hacía fría, unas gotas en el suelo y una canción en el aire:

«Bejarana, no me llores/
porque me marcho a la guerra»..

Unas montañas muy altas, unos edificios encumbrados con unas luces esplendentes y en el fondo un riachuelo que mi admirado tío me dijo se llamaba «Cuerpo de hombre». Me hizo gracia. Estábamos ya en Bejar. Era muy tarde y me hizo cenar algo. Al cabo de un rato de maniobras de máquinas, entre humos y vapores arrancamos hacia Plasencia, que yo ¡infeliz de mi! creía estaría ya inmediata pero todavía habían de pasar unas horas. Mirando una vez y otra por la ventanilla, iba leyendo sucesivamente: Puerto de Bejar. Montemayor. Hervás, Aldeanueva del Camino, Oliva de Plasencia y por fin ¡Plasencia! Entre penumbra y contemplando con gran asombro los precipicios del río Jerte, antes de bajar del tren ya había divisado aquel formidable conjunto de colosales edificios, autenticas fortalezas, pues después de todo el Palacio del Marqués de Mirabel y el antiguo convento de Santo Domingo se hallan por aquel costado circuidos de altas murallas… ¡Parece mentira lo que son las impresiones fuertes en la edad de la infancia, pero conservo aún vivas en mi imaginación aquella mi primera tenebrosa estampa de aquella ciudad extremeña que tanto habría de entusiasmarme y en la que mi tío, el P. Alegría, se hizo tan popular Habíamos llegado a lo que se pudiera decir en alguna forma el feudo de mi tío.

En la Estación nos aguardaba el fidelísimo criado Pepe, hombre jovial, placentino de una edad parecida a la de mi tío y con quien hizo estudios en la Congregación y prácticamente, vuelto seglar, vivía como uno más de la Comunidad en su humilde menester de recadero. Con tanta familiaridad le trataba mi tío, que le saludo con un buen estirón de orejas. Subidos al coche de viajeros y habiendo penetrado por la Puerta de Talavera, descendimos en la Plaza Mayor en el momento que surgía un aguacero y el agua empezaba a destilar por aquellas tan bien encaladas paredes de simétricos arcos. Como iba tan animado, yo recuerdo que le dije a mi tío: ¡Anda! si esta plaza es como la Plaza Mayor de Salamanca. -El sonriendo, exclamo: «Si, pero no tan buena». Luego por la Calle Marqués de Mirabel llegamos, por fin, al vetusto convento y el precitado Hermano Felipe Gadea nos recibía. Todo estaba ya previsto: a mi se me conduce inmediatamente a un dormitorio común muy espacioso, tres veces más grande que nuestros acostumbrados pajares de Salamanca, pero que, de momento y muy tenuemente iluminado, no parecía diferenciarse gran cosa por lo grande y destartalado hasta cierto punto. Allí dormían en medio del más riguroso silencio no menos de 50 colegiales, aspirantes a misioneros. Allí se me deja, mientras mi tío y acompañantes se retiran a sus respectivas celdas. A pesar de las emociones de todo el día, supongo que descansé bien y me dormiría.

Ahora sí que se podía decir justamente que mi vida había cambiado del todo de la noche a la mañana. Serían las 7 de la mañana, cuando de pronto penetra en la estancia un sacerdote con una campanilla en la mano y en voz alta llamaba: «Deo gratias et Mariae». Nuestros compañeros colegiales se incorporaban repentinamente en sus lechos, replicando a coro: «Semper Deo gratias et Mariae». Era la jaculatoria obligada a cuyo conjuro todas aquellas personillas empezaban la trama de sus actos cotidianos, físicos, religiosos y culturales.

Los niños a esa edad obran de la manera más natural y supongo que yo actuaría al unísono ya desde aquel primer día y, sin saber cómo, me desplazaría como todos ellos hacia los lavabos adyacentes, a medio vestir y con la toalla en la mano. Seguramente que cualquiera de ellos al azar me formularía la primera pregunta de rigor: «Eres nuevo ¿verdad?- De dónde eres… ¿De Salamanca? Pues yo también lo soy y este y éste… Mira aquel es de León y aquel de Malpartida, y aquel otro de Jaraíz de la Vera, y ese otro del Jerte y ese de más allá es de Sevilla y esos son dos hermanos de Burgos…

Apenas había trascurrido un cuarto de hora y sonaba de nuevo la campanilla. Todos remataron rápidos su higiene y se lanzaron a toda prisa a vestirse del todo y descender a la iglesia. Yo corrí con ellos en un relativo silencio, pues al entrar en la iglesia alguien musitaba: !0tro nuevo! y allí se detiene uno para cortésmente darme agua bendita, a la vez que me observa mejor. Me coloco a su lado de rodillas y, en su sitio todos los colegiales, el P. Prefecto inicia fervorosamente las Preces matutinas, luego la meditación y la Misa, en la cual comulgan la mayoría de los niños. Acabados los actos piadosos, ordenadamente en doble fila salen hacia el Refectorio, un magnífico salón que tiene 21’70 metros de largo por 7’85 de ancho. Encima está el dormitorio, a que aludí antes; mas con la diferencia de que el Refectorio se hallaba estupendamente conservado, con unos azulejos talaveranos en sus paredes muy vistosos del siglo XVI, encuadrando en ellos el escudo de la Orden dominicana, algunos esgrafiados y un pulpito de piedra, por el que desfilábamos por turno los colegiales.

Generalmente se leían ante todo los «Anales de la Congregación», en que aparecían Circulares de los Superiores, Necrologías, Fundaciones nuevas y noticias varias en general. De ordinario vidas de santos o de fondo ascético, historias de la Congregación y de nuestro fundador y de otras Ordenes religiosas, etc. Allí se veía el desparpajo de cada uno y su habilidad, particularmente si surgía alguna palabra difícil, extranjera o a veces bastaba con que fuera esdrújula. En seguida, nuestro P. Prefecto hacía sonar la campanilla o con un cuchillito tocaba un vaso fuerte que resonaba de lo lindo. Los menos caritativos se sonreían maliciosamente. Aquella lectura resultaba un continuo adiestramiento para el lector y a la larga era una ocasión de aprender cosas muy interesantes.

Los días festivos se nos permitía hablar, y si era el santo del P. Prefecto o del superior, que se dignaba entonces comer con nosotros, se nos permitía hacer brindis más o menos ingeniosos o salerosos. Nuestras comidas eran lo suficientemente sustanciosas, aunque de manjares corrientes. Se nos enseñaba a comer de todo, si es que uno no se hallaba enfermo. Los días señalados como grandes festividades había platos extra y hasta pasteles.

No es tarea fácil el compendiar aquí el conjunto de actividades de todo tipo para una perfecta formación de la juventud en los colegios claretianos. Vamos a intentar el resumirlas. Advirtamos desde luego que había dos Padres consagrados expresamente a vigilarnos y en todo momento estaban con nosotros en el salón de estudio, en los recreos, en las comidas, en los rezos y en los paseos fuera de la ciudad o por ella. Incluso su habitación estaba anexa a nuestro dormitorio y por la noche a veces uno u otro hacían la ronda a distintas horas. Sus desvelos eran diez veces mayores que hubieran sido los de nuestros padres por naturaleza. A la fuerza había que quererlos y todos sin excepción teníamos puesta en ellos nuestra entera confianza. A cualquier hora podías ir a decirle la cosa más insignificante y t quitaban la menor preocupación. Aquellos dos Padres Santos Alonso y Policarpo Oca, respectivamente Prefecto y Auxiliar, parecían dos auténticos ángeles puestos por Dios a la vera de cada uno de los cincuenta o más jovencitos que constituíamos el colegio. Nos dedicaban sesiones educativas informativas en las que nos proporcionaban consejos de virtud y civismo. En nuestras manos tuvimos muchas veces libros tan hermosos como «Los tres modelos de la juventud: San Luis Gonzaga, San Juan Berchmas y san Estanislao Kostka» y hasta clásico manual de «Urbanidad y buenas formas» de Blanchereau. Enseñaban la manera práctica de utilizar los cubiertos con finura y mondar magistral y cortésmente cualquier fruta. En festividades nos entretenían con cine recreativo por medio de «Paté-Baby», en el que veíamos con fruición infantillas fechorías de Charlot; se representaban también obras de teatro moral o se nos leía cosas científicas e interesantes del Tesoro de la juventud…

En el aspecto intelectual recuerdo con cariño a aquellos mis profesores como el P. Pérez (Miguel), Ayala, Maillo, etc. que con el mayor empeño se esforzaban por enseñarnos Gramática, Caligrafía, Geografía e Historia, Música y Latín… Este último, hasta en forma de desafío, formando los dos grupos de cartagineses y romanos.

Más esto evoca a mi mente una temporada que duró todo un curso o más en que se tomó la cosa tan en serio que, bajo la jefatura de dos hermanos, cuyo nombre no recuerdo en estos momentos, pero ambos de Casar de Palomero, habiéndonos fabricado por propia industria grandes escudos y espadas realizábamos desfiles y escaramuzas, lo cual llegó a constituir un verdadero espectáculo para propios y extraños. Aún recuerdo a aquel hombre venerable, pintor placentino, de barbas blancas al estilo de la centuria pasada, D. Valentín, que nos contemplaba muy atento y sonriente en medio de la comunidad, que paseando por entre las murallas nos observaba divertidamente cuáles jueces imparciales.

Naturalmente, de ordinario en aquella espléndida plaza, que tal vez había sido en otro tiempo Huerta (pues había un paseo entero de emparrado con sus arcos de hierro, además de naranjos y limoneros), jugábamos al fútbol, a la pelota vasca en un trinquete, aros, etc. A veces al marro o guerrillas, no escaseando los bolindres, dominós, ajedrez y otras clases de juego.

En alguna ocasión para protegernos de la lluvia o del frío se optó por concentrarnos en un patio interior, que consta de dos claustros, alto y bajo, con un estilo no muy perfilado de tipo de arco carpanel. Y si el silencio por sí solo impone sobremanera en unos claustros frailunos, recuerdo todavía un tanto emocionado en aquellos años de infancia sentía una especie de escalofrío al pasar ante cierta capilla denominada «De profundis». Esta palabra me evoca muertos y mi exaltada imaginación infantil, calderada por los cuentos de Perrault, fingía al instante aquel misterioso recinto, que no se si vi alguna vez por dentro, debiera ser algo así como el osario de Barba Azul. Una circunstancia me inducía a este pensamiento y era ella una estatua de mármol mutilada en su cabeza y manos y que se decía ser del placentino Fray Martín Nieto, caballero de la Orden de Malta. Afirmaban que los franceses la habían destrozado bárbaramente y yo al verla en aquella actitud orante, sin saber mucho de pasadas épocas, debí de pensar en aquella misma posición de implorar piedad le habría matado Barba Azul, quien asesinaría hombres y mujeres y sería además soldado napoleónico… Allí permanece tan bella escultura cabe una grandiosa escalera al aire, construida por el aparejador de obra de la catedral nueva de Plasencia Juan Álvarez. Es muy semejante, por cierto, en su atrevida proyección arquitectónica a la que en tiempos posteriores hiciera en Trujillo Mera en el palacio de los Vargas-Carvajales, dicho también de los Duques de San Carlos, cuyo patio por otra parte es muy parecido al de los marqueses de Mirabel de nuestra ciudad del Jerte. Este palacio con su «logia» renacentista y su perenne pensil, además de su pequeño museo con bustos de emperadores romanos Antonino Pío y Claudio, junto al de Carlos V, atribuido a Leoni, son algo maravilloso y que todo visitante de Plasencia no debe dejar de admirar. De niño y de joven siempre me hechizaba esta estampa de los Zúñigas.

Recuerdo también aquellos momentos de fervor religioso individual y colectivo en aquella maravillosa iglesia de san Vicente Ferrer, con motivo de cultos en Semana Santa, novenas al Corazón de María o a la Inmaculada, a las que se traía afamados predicadores de la Congregación, que rendían al más empedernido pecador por sus argumentos y unción Sagrada. Cantores extraordinarios se agregaban a nuestros coros, que con órgano y violines daban el máximo esplendor al culto en una forma tan feliz y espiritual como acaso no lo experimentado ya en mi vida. Todo el altar mayor y sus laterales artísticos tal vez contribuían a ello, pues en efecto el viajero que visita aquel hermosísimo templo puede contemplar la tumba de Juan de Zúñiga, hijo de los condes de Plasencia y por cuya salud edificose el convento, llegando a ser con el tiempo arzobispo de Sevilla, cardenal y maestre de la Orden de Alcántara. Sobre su sepulcro pende de la alta bóveda el capelo cardenalicio. Junto a la sacristía puede verse igualmente la sepultura de don Luis de Zúñiga, comendador mayor de Alcántara, gentil hombre de la cámara del emperador Carlos V y general de la caballería española, de los consejos de guerra y de Estado del rey don Felipe II, y doña María de Zúñiga, su mujer, segundos marqueses de Mirabel, la cual mandó hacer este enterramiento. Año 1589.

Pero, para terminar vive como contraste a esta mi admiración por el grandioso templo de san Vicente Ferrer, que allá por el año 1931, cuando a causa de la quema de conventos y asaltos a las personas religiosas, después de una noche de dispersión alarmante por las huertas Acisclo, cercanas al cementerio, tendidos en la santa hierba y después de las diligencias del propio alcalde de Jerez de los Caballeros, abogado Barbosa, a pesar de ser un gran sectario fuimos conducidos a Zafra y al final como último refugio llegamos a Plasencia, he aquí que tuvimos el alto honor de ser visitados un buen día por el ministro republicano de Gracia y Justicia don Álvaro de Albornoz y muy pausadamente acompañado de un numeroso séquito recorrió todo el gran convento y al salir despidiéndose cortésmente del Superior y mirando por última vez al pórtico de la iglesia, que se ve le había gustado, afirmase que exclamó: «¡Que lástima!. Vaya garaje se podía hacer aquí». ¡Pobres de nosotros los hombres!. Como cambian las cosas de mirarlas con una u otra perspectiva, espiritual o utilitarista.

CASA DE ZAFRA (Fundada en 1881)

Resonaban aún vigorosas en el oído determinado obispo de Badajoz las comentadísimas palabras que allá por el diciembre de 1866 pronunciara en aquella catedral del santo Fundador de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, con motivo de acompañar a la Reina en calidad de Confesor, a su paso para Lisboa. Refiérese, en efecto, que el P. Claret, según su costumbre, eludiendo los actos protocolarios de la recepción de Isabel II, impulsado por su espíritu esencialmente apostólico se había anticipado y se hallaba predicando ya en la Catedral en el preciso momento que entre el griterío y entusiasmo general de la multitud penetraba en el sagrado recinto la Soberana, acompañada del Prelado pacense. El P. Claret, en señal de respeto, guardó silencio durante unos instantes hasta tanto que tomaran asiento en sus respectivos doseles de honor, cuando de pronto surge entre la multitud un fervoroso «Viva la Reina». El afamado santo de Sallent no pudo contenerse bien y en un arrebato apostólico, apostrofando al auditorio, exclama: «En la casa de Dios no se dan vivas a ningún mortal»…

El caso fue que en vida todavía del P. Claret este mismo Prelado, testigo de esta escena, o su inmediato sucesor, en vísperas casi de la funesta Revolución de septiembre que derrocaría a aquella infortunada Reina, con fecha 24 de junio de 1868 solicitaba en amable carta al Superior General de la Congregación, Revdmo. P. José Xifré, «seis de esos varones apostólicos» para su tan necesitada diócesis. Pero, al no poder ofrecerle algo más convincente que la sola confianza en la divina Providencia, parecía demasiado sacrificio para una Comunidad incipiente y no se pudo complacer al Prelado.

Sin embargo, bajo el mandato del antedicho Superior General, al cabo de 23 años las ansias de fundación de aquel fervoroso Obispo se verían satisfechas y sería Zafra, la bella y comercial ciudad, la primera de la serie. Conforme nos relata el P. Mariano Aguilar en la «Historia de la Congregación» Dios se valió de la persona del eximio Misionero y extraordinario orador P. Inocencio Heredero, anteriormente Superior de la Casa-Misión de Alfaro, como eficaz mediador entre el Excmo. Sr. Obispo de Badajoz, D. Fernando Ramírez y Vázquez, y el Rdmo. P. José Xifré. En virtud de estipulaciones de convenio firmado por ambas partes, la Mitra cedía en usufructo perpetuo a la Congregación casa de iglesia del Rosario. Se deduce que andando el tiempo los PP. Misioneros debieron de comprar la huerta adyacente, para erigir el «Colegio Máximo» o Teologado, que tradicionalmente se ha mantenido en dicha ciudad, y se complementará con otras edificaciones necesarias para la Comunidad. Debemos observar que en un terreno llano, cual es el de Zafra, da la impresión de que una fortaleza en pequeño, aunque rematado en su fachada principal por un simple campanario que, a manera de espadaña, deja en el edificio, espléndido en su conjunto una nota típica aldeana. Si no estoy mal informado, primitivamente fue convento de Dominicos, quienes debieron abandonarlo con motivo de la «desamortización».

El 14 de julio de 1861 se personaron allí en consecuencia los primeros cordimarianos procedentes de su residencia de La Selva: PP. Heredero, García y Coma, además del Hermano Parera. Era su propósito inaugurar dicha casa-misión con la predicación de una solemne novena, que por causas ajenas no pudo verificarse. De hecho, la inauguración pública de la casa se hizo el día 25 de dicho mes, en cuyo día al anochecer, realizado el Rosario y cantada la Letanía, nos refiere el cronista de la Congregación, subió al púlpito el P. Heredero y anunció con claridad y fervor a la numerosa concurrencia que casi llenaba el templo, quienes eran nuestros misioneros, a que venían y que medios iban a poner en práctica para obtener el doble fin de la gloria de Dios y la salvación de las almas. Oficialmente quedaba constituida desde que el día la Comunidad por el Rdo. P. Genover como Superior, PP. Montaner; Singla y Aguiló, con los Hnos. Puig, Massip, Ruano y Oms.

Desfilaron por la casa en sinceros ofrecimientos el clero en pleno y autoridades del municipio e incluso personalidades tales como Sers. Condes de la Corte y el Marqués de Encinares. Posiblemente mucho contribuyó a tan buena disposición del público la gran fama del apostólico Misionero P. Heredero, quien, apenas asentada la Comunidad en Zafra, desarrolló dos extraordinarias misiones en la provincia, consiguiendo numerosas conversiones, algunas calificadas de «milagrosas» por lo inesperadas, en las poblaciones de Cheles y Olivenza. Las mayores dificultades que se oponían en un principio tornáronse en asombrosos éxitos, en virtud de la divina gracia que Dios se complacía en derramar en aquellos toscos y bastante indiferentes extremeños, ahora tan fervorosos.

La Residencia de Zafra, sin perder su carácter primitivo de Casa-Misión, desde diciembre de 1885 tuvo también a su cargo una Escuela de Enseñanza Primaria, por la que según estadísticas pasaron hasta el año 1936, comienzo de nuestra Guerra Civil, unos 2120 niños. Constituida jurídicamente la Provincia Bética el 24 de octubre de 1906, se asienta en Zafra la Curia Provincial, la que trasladará por breve tiempo a Jerez de los Caballeros en 1908, vuelve a ser Curia Provincial en 1918 hasta 1930 y de nuevo de 1938 a 1950. Más a partir del verano de 1917 se transforma en un «Colegio Máximo», Teologado, que es como yo la conocí en septiembre de 1932, en que inicio allí mis estudios de Teología hasta el año 1936, en que cursaba ya 4º curso, pero sobreviene de pronto la ferocísima ola persecutoria que desde tanto tiempo el infierno entero planeaba y de manera tan furibunda, cual implacable tormenta de manera tan funesta caía sobre España. Era el día 28 de abril. Extremadura toda era un horrible hervidero. Los elementos más avanzados de la izquierda revolucionaria, como las sintéticas y desvergonzadas Nelken y «Pasionaria», alentaban a toda la villanía. No había la menor seguridad ya para los religiosos en esta provincia. Ya habían empezado los asaltos y que más de conventos… Los Superiores disponen la dispersión momentánea o distribución por casa de la provincia que ofrezcan alguna mayor seguridad, pero antes de la semana se cursaban órdenes de concentrarnos todos en la Casa de Ciudad Real y allí acudí yo y casi todo el Profesorado. Recordamos todos como se salvó de milagro por ejemplo el eminente Escriturista Máximo Peinador, luego P. Provincial de Bética, pero no se cómo fue que nuestro ilustre canonista y hoy Cardenal P. Arturo Tavera llegó a Madrid y varios compañeros y a mí nos proporcionó muchos recursos y prodigó favores, con gran exposición de su persona, después que salimos de la prisión, en donde habíamos permanecido durante nueve meses. ¡Queridos santos 14 compañeros martirizados en Fernán Cabellero, con algunos de los cuales cómo Vicente Robles Gómez horas antes dejábamos en una misma celda los dos solitos, pues nuestros perseguidores así nos habían distribuido y colocado por un par de veces en el patio en filas, dispuestos ya a fusilarnos y recuerdo todavía aquel espíritu tan sereno que tenía por qué Dios me daba una singular fortaleza! ¡Seguramente mucho más valentía debió darles a ellos en aquella hora horrorosa de su martirio! ¡Ellos nos protejan desde el cielo!.

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