Oct 011989
 

José María Domínguez Moreno.

I. EL LOBO EN EL MUNDO ANTIGUO EXTREMEÑO

Hace aproximadamente 600.000 años, en la llamada época Villa­franquiense, encontramos al lobo consolidado, es decir, en el mismo estado biológico que presenta en la actualidad. Durante la época glacial esta especie registra una expansión considerable y coloniza, sin que las oscilaciones climáticas lo detengan, todo el Hemisferio Norte. En diferentes yacimientos arqueológicos co­rrespondientes al período comprendido entre el Neolítico y fina­les de la Edad del Bronce han aparecido restos de lobos. Por lo que respecta al Extremadura, la prueba más antigua de su existencia la tenemos en la Cueva de Maltravieso (Cáceres), donde se localizaron molares de esta especie. Tales piezas dentarias debieron ser utilizadas con sentido profiláctico, mágico o simple­mente decorativo. Nada nos obliga a pensar que el lobo formara parte de la dieta alimenticia, incluso esporádicamente, de quie­nes habitaron el solar extremeño en los períodos prerromanos. De este modo nos encontramos que en la Cueva del Conejar, fechada en los últimos siglos del segundo milenio antes de Cristo, no se hallaron restos de lobos, aunque sí de otros animales salvajes: bóvidos (Bos primigenius), ciervo, conejo, liebre, gato montes (Felis silvestris), tejón y zorro. Tampoco las excavaciones realizadas en el Castro de Medellín han proporcionado restos de lobos entre los representantes de la fauna salvaje, que aquí se muestra escasa pero variada: ciervo, jabalí, cabra montesa, conejo, liebre, sisón y perdiz. Bien es cierto que en esta época en la Baja Extremadura se observa una auge de la ganadería en detrimento de la actividad cinegética, y el perro comienza a ju­gar un importante papel en relación con los animales domésticas, tanto de carea como de defensa del rebaño de los ataques del de­predador. En el ya citado yacimiento de Medellín los restos óseos de perros (eanis familiaris) son ligeramente inferior en número a los de vacas y cabras/ovejas, superándolos incluso en los niveles X, XIII y XIV.

Esta ausencia de restos lupinos en Extremadura no se corres­ponde con la importancia que el lobo tiene en la España prerromana y, por ende, en nuestra región. Su presencia va más allá de lo puramente ecológico, adentrándose en el terreno cultual. E1 lobo es tótem, objeto de culto en sí mismo y se inserta en el sistema de creencias peninsulares. En el yacimiento ibérico da «Pozo Moro», cerca de Albacete, se esculpieron tres cabeza se fe linos aullando, cabezas que, al decir de Almagro Gorbea, corras ponden a lobos ( ). t1 hecho de que «Pozo Moro» sea un monumento turriforme funerario nos lleva a vincular al lobo con el mundo de ultratumba. Su carácter funerario nos lo confirma el que sea una piel de lobo la que cubre un sarcófago hallado en Illiturgui y que la cabeza de esta animal aparezca como motivo central de las dos páteras de Tivisa. En la primera de éstas so acompaña de otros animales estrechamente relacionados con los dioses inPerna les, como son el jabalí, el águila y el gato montés (). Todo apunta a que la cabeza del lobo no es más que un símbolo de otro dios infernal. El sentido fúnebre del lobo entre la población prerromana peninsular no difiere de otras áreas del Mediterráneo, donde esta animal, al igual que el león, procura la defensa de la tumba.

Una explicación o interpretación sólo en parte diferente a la anterior es la que se desprendo del análisis que García Bellido hace de la estela funeraria de Ponga (Asturias), en la que se va a un lobo persiguiendo a un ciervo. Para este prehistoriador el lobo es la reencarnación del muerto que en el más allá sigue perpetuando las actividades cinegéticas que practicó en vida. En toda la plataforma euroasiática, durante la Protohistoria, el ciervo, entre otras prerrogativas, fue considerado «animal fune­rario y guía de los muertos». El primer aspecto se evidencia con claridad meridiana entre las poblaciones indígenas penínsulares. Por lo que atañe a la Lusitania, tal aseveración nos la con­firma el jarro ritual de la Colección Calzadilla (Badajoz), ha­llado en una tumba del siglo VI a. C., cuya parte superior termina en cabeza de ciervo, así como una estela funeraria del siglo III en la que aparece una cierva con su cría. La persecución de un ciervo, como el artista reflejó en la estela de Ponga, supone una mutación del cazador, un paso de lo profano a lo sagrado, la elevación a un estadio superior. En dicha estela se había produ­cido una metempsicosis, una reencarnación del muerto en lobo. Tras el seguimiento el difunto se sublima, adquiriendo nuevamen­te la forma humana. Esta segunda mutación se presenta en el ca­rro votivo de Mérida: el difunto humanizado es el centro de una escena cinegética de ultratumba. Ahora es jinete que persigue, ayudado por dos perros, a un jabalí. Idéntico motivo hallamos en una estela funeraria procedente de Lara de los Infantes (Burgos), que de ninguna de las maneras escapa al sentido de la caza fúne­bre.

A la idea de la metempsicosis puede aludir una vieja creencia de la región, que en el invierno de 1985 recogí en Pedroso de Acím, según la cual los lobos fueron creados y escondidos en el centro de la tierra. Como ya estuvieran cansados de cazar en el subsuelo, «le pidieron permiso a Dios pa salir, y Dios dijo: salir. Y los lobos salieron y desde entonces están corriendo por el mundo. Sólo se quedaron dentro de la tierra dos lobos que de­bían de ser mu vagos, que estaban dormíos sin cazar, y allí es­tán. Cuando llega un terremoto es cuando se despiertan y por eso se mueve la tierra, qu’es porque ha pasao alguna pieza cer­ca y es cuando se mueven».

Pero más que en la anterior narración, mejor se observa la me mamorfosis en una leyenda localizada en Casar de Palomero, con­cretamente en la ermita de la Cruz, que se ubica en el llamado Puerto del Gamo. En dicho santuario se celebraba una misa previa a una batida en la sierra de Altamira. En el instante de la con­sagración un gamo, al que perseguía una manada de lobos, cruzó la puerta de la ermita. El celebrante ya había sido alertado por los aullidos y, como viera dentro al animal, gritó que cerraran la puerta para así atrapar aquella pieza que había caído en su propia trampa. Antes de que ningún cazador reaccionara, el gamo, temiéndose lo peor, estaba de nuevo en el monte. «Entonces va el cura que se olvía de la hostia de consagrar y se pone a voces que si el fuera lobo ya vería el gamo. Decir eso cuando está la hostia es una maldición, asín qu’el cura se queó lobo. Echó a correr dtrás del gamo y los dejó sin acabar la misa. Hasta que no cace al gamo y se encuentre a un cura diciendo misa no se quita de lobo y se hace cura otra vez».

Esta leyenda de Casar de Palomero, al igual que otras paralelas del País Vasco, Cataluña y centro-Europa, quizás quepa relacionarla con los aspectos míticos de ultratumba reseñados más arriba. El tema de la caza fúnebre no se encuentra detenido por la frontera del tiempo, ya que perviven, en la propia heráldica regional, como ocurre con el escudo de armas de Arroyo de la Luz. En él se representa a un jinete persiguiendo a un jabalí. Este animal y el caballo ostentan un carácter netamente funerario.

E1 paralelismo entre algunas fiestas extremeñas y otras clásicas, aunque de origen más remoto, relacionadas con el lobo salta a la vista. Las lupercaliasconstituyen todo un ejemplo. Tenían lugar cada 15 de febrero y en ellas unos jóvenes, tras recibir el «espíritu del lobo» mediante unos rituales que se ejecutaban en la cueva Lupercal, corrían entra la multitud y con látigos de piel de machos cabríos golpeaban a las mujeres. Este animal ha­bía sido muerto junto con un perro. Tal celebración tiene partes concordantes con distintos festejos extremeños.

Vayamos a Navaconcejo, un pueblo de la Vera de Plasencia. Ca­da 28 de enero asistimos a una ceremonia que guarda grandes semejanzas con la descrita. Eltaraballo es un hombre vestido con extraños ropajes, que antiguamente eran pieles de animales que se sacrificaban para este fin. Asiste a los actos religiosos de San Sebastián, sufriendo en todo momento un apedreamiento a base de nabos y de nueces. El taraballo persigue a sus atacantes, a los que golpea con un látigo. El tamborilero es su acompañante. Di­cen que antiguamente los furibundos ataques no sólo magullaban al taraballo, sino que destrozaban el tamboril. Cada año era ne­cesario fabricar uno nuevo, para el que utilizaban la correspon­diente piel de perro.

Las lupercalias y el taraballo tienen suficientes aspectos comunes como para hacernos incluir a esta fiesta de Navaconcejo entre las eminentemente pastoriles. Las fechas de ambas celebrado nos se insertan dentro de un mismo ciclo. Incluso nos atrevería­mos a señalar una coincidencia en el tiempo antes de que la religión cristiana asimilara esta ceremonia paganizante a la festividad de San Sebastián. En ambas celebraciones habían de sacrifi­carse animales caprinos para que sus pieles fueran utilizadas como vestuario de los actuantes en el ritual. También la fustiga­ción con el látigo es común. Por último, queda por señalar la inmolación de un perro en las lupercalias, perro que también se hacía morir en Navaconcejo. La muerte de este animal se presenta en esta localidad cacereña con un fin concreto: usar su piel pa­ra parche de tambor.

Desconocemos la finalidad de la muerte del perro en los rituales romanos. Sin embargo, el sacrificio de tal animal especi­fico nos proyecta unos objetivos primarios que, por lo que res­pecta a Roma, ha sido objeto de todo tipo de especulaciones de las que deben hacer partícipes a los primitivos rituales del ta­raballo. Señalaremos algunas. El perro fue en la antigüedad un elemento augural de acontecimientos desgraciados, y su muerte tendría por objeto el eliminar las fuerzas negativas del hecho que predice. Para Plutarco la inmolación del perro, viéndo­la desde una perspectiva purificadora, tendería a congraciarse con el lobo, al que se camelaba con la muerta de su peor enemigo. Este carácter purificatorio de la ciudad lo encontramos entre los bhotiyas de Juhar, en el Himalaya occidental. Es costum­bre coger un perro, llevarlo al pueblo, emborracharlo, hartarlo de dulces y soltarlo, para después atraparlo nuevamente y matar­lo a pedradas y a palos. Con ello creen que la enfermedad o la desgracia estarán alejadas de la población durante un año. En la región de Breadalbane el perro era agasajado a la puerta y expulsado, no sin antes lanzarle la correspondiente imprecación. «Cualquier muerte de personas o pérdidas de ganado que acontezca en esta casa hasta fin de año caerá sobre vuestra cabeza».

No tenemos la menor duda en afirmar las profundas raíces pas­toriles del taraballo y la vinculación del perro a este mundo, así como la necesidad de su muerte como sacrificio propiciatorio que impida el ataque del lobo. Quizás convenga recordar que no están lejos los días en que los despojos de un perro se utiliza­ban en Extremadura para alejar a la sanguinaria fiera. Me cantaban en Serradilla que cuando moría un perro carea los pastores solían colgarlo cerca del aprisco durante dos noches seguidas para que los lobos, al verlo, «creyeran» que había sido ahorcado en castigo por no saber defender el rebaño. Lógicamente los lobos; ya no se acercarían por allí al estimar que sus vidas corrían peligro, puesto que el resto de los perros habían aprendi­do del supuesto escarmiento. Los pastores de las dehesas extremeñas, aunque mis informantes la consideran una costumbre traída por los trashumantes castellanos, hacían pastar sus ganados al ritmo del toque del tamboril. En Torrejoncillo me aseguraban que con el tan-tán las ovejas comían más tranquilas y que, al tener el tambor los parches de piel de perro, el insistente sonido no permitía que los lobos se acercaran a la manada. Este mismo tambor, generalmente de piel de perro, se empleaba en Las Hurdes para la defensa del “bicho” tanto por pastores como por caminan­tes:

 

«Los lobos tienen hambre y bajan al valle para devorar el ganado. Al infeliz sacristán la han comido siete cabras, a dos pasos del aprisco. Los jóvenes de las aldeas inmediatas, que acu­den a la clase de adultos de la escuela, for­man receloso pelotón, batiendo un tambor para ahuyentar con sus ruidos a las fieras».

 

Otra fiesta eminentemente pastoril es la que se hace en Pior­nal en honor de San Sebastián. Este mártir romano tiene todas las trazas de haber sustituido a una antigua divinidad protectora de la ganadería. La figura central del festejo es el jarram­plas. El persona­je se viste con camisa y pantalón de color blan­co, de los que se han prendido cintas de diferentes colores. Al igual que e1 taraballo, este hombre piornalego se cubría antigua mente con pieles de cabra. La cabeza se la encapucha con una ca­reta de ojos de mochuelo terminada en un cono muy puntiagudo, de la que salen dos cuernos arqueados que casi tocan sus puntas. Al pecho lleva un tambor fabricado de madera de roble y con parches de piel de perro. El día 19 hace una colecta por las calles del pueblo. El día 20, tras los actos religiosos, el jarramplas su­fre toda una lluvia de nabos, que encaja sin inmutarse y sin de­jar de tocar el tambor. Detengámonos en algunos puntos im­portantes:

 

– El aspecto del jarramplas.- Se trata de un ser bucráneo, un animal caprino, simbolizador de las fuerzas vivifica­doras y fertilizadoras de los rebaños.

 

– La cuestación.- Ya hemos visto que aparece unida a buen número de fiestas relacionadas con el lobo: Polonia, Bélgica, Juhar, Brealdabane, País Vasco, Aldeanueva del Ca­mino…

 

– El tambor.- Su fabricación exige la muerte de un perro. Su sonido aleja simbólicamente a quienes arrojan proyectiles contra el jarramplas, ya que en la práctica las únicas armas ofensivas que posee son las cachiporras. Desde es­ta perspectiva los enemigos del jarramplas estarían im­buidos de la fuerza maléfica del lobo, lo que supondría una inversión del simbolismo respecto de otras versiones que identifican a la fiera sanguinaria con la figura en­mascarada.

 

Hemos dejado para el final otra fiesta o celebración extreme­ña cuyo carácter ganadero es más pronunciado y cuyo parentesco con los viejos rituales, como laslupercalias, resulta más evi­dente. Se trata de las carantoñas, festejo que la localidad de Acehuche también celebra en honor de San Sebastián, santo que en Extremadura, por lo expuesto más arriba, asume un papel de pro­tector de todo lo vinculado con el mundo pastoril y ganadero. El aglutinante de las ceremonias de Acehuche es el tamborilero, que llaga la víspera desde alguna población de la comarca y es recibido en olor de multitudes. Las carantoñas son ocho personas adultas, siempre varones, que van enteramente vestidos de piel y llevan en la mano una vara de acebuche a la que dan el nombro de cuchillo o tárama. Estas figuras anónimas marchan en la procesión dando la cara al santo, al que amenazan con el cuchillo y lo di­rigen un enigmático gu. Es el mismo grito que utilizan en todo momento para espantar a los niños que se les aproximan. Termina­da la manifestación religiosa aparece la carantoñina, semejante a las carantoñas, aunque más pequeña, a lea que éstas dan de co­mer. Cuando las carantoñas «danzan» frenéticamente comienza a sonar el tamboril y a escucharse disparos de fogueo. Estas, asusta das, se revuelcan por el suelo. Seguidamente hace acto de presencia la vaca-tora que acaba ahuyentando a las carantoñas, con lo que concluye el festejo.

Para los naturales de Acehuche estos rituales constituyen la dramatización de la hagiografía de San Sebastián. Ojeen que tras ser asaeteado el soldado romano, sus verdugos lo abandonaron en el campo. Unas fieras se disponían a atacarlo cuando se interpu­so un toro y las hizo huir. Esta versión recuerda en parte la leyenda del obispo Ataulfo, que fue arrojado a un toro acusa­do del delito de sodomía, pero el animal lo respetó e incluso de pósito en sus manos los cuernos; es decir, con su acción re conocía la potencia genésica del eclesiástico proyectada hacia el mundo animal. El carácter fertilizador del toro es comúnmente aceptado en toda la cultura mediterránea, que en el caso de Ace­huche se observa de una manera muy clara. Pero la cuestión fertilizadora aquí se une o, mejor aún, secunda a unos rituales purificatorios.

El tamboril de piel de perro, los disparos de fogueo y el bu­cráneo alejan a las carantoñas, agentes maléficos para la ganado ría y enemigos de San Sebastián, heredero de una deidad purifica dora. La vaca-tora, reflejo de las virtudes del santo, se hace única dueña da la situación. Acto seguido era costumbre, hasta finales del pasado siglo, que las jóvenes del pueblo, las llama­das regaoras, bailaran en torno al bucráneo. Las danzas de las mujeres al lado de una figura de toro con el fin de propiciar la fertilidad son conocidas en el arte prehistórico de la Península y en algunas prácticas taurinas imbuidas de religiosi­dad que se mantuvieron en Extremadura hasta el siglo XVIII, como es el caso del «toro de San Marcos”. Tras la purificación del espacio y la simbólica transmisión de la potencia genésica del bucráneo la vida puede resurgir tanto en el plano humano co­mo en el animal. Ahora podemos comprender la aparición última en el festejo de Acehuche de dos personajes, hoy olvidados, el ga­lán y la madama, que ejecutaban una serie de escenas eróticas supuestamente orientadas a la procreación.

 

E1 parentesco entre el motivo heráldico de Arroyo de la Luz y los del carro de Mérida y la estela funeraria de Lara de los In­fantes saltan a la vista, y en nuestra opinión deben enmarcarse todos dentro del mismo contexto.

Profundicemos aún más en la vertiente cultural. En el Raso de Candeleda (Ávila), a escasos kilómetros de la provincia de Cáce­res, han aparecido diecinueve aras votivas dedicadas a la divinidad indígena Uaelico. El radical celta uailos significa lobo y la zona del hallazgo sigue denominándose Portoloboso. Todo apun­ta a que nos encontramos ante el santuario a una divinidad lupi­na o protectora del lobo, con una segura influencia sobra una importante área de la Alta Extremadura, habida cuenta de que las fuentes antiguas señalan a la ganadería como una de sus principales riquezas. Se cuenta también con la existencia de un dios nocturno, semejante a Sucellus (el que golpea bien) de los galos, que sostiene un martillo y se cubre con una piel de lobo. Un bronce de este dios fue localizado en Puebla de Alcocer (Badajoz) y su presencia, según los estudios de S. Lambrino, se manifiesta sobre todo en la Lusitania. Los antiguos heraldos hispanos cubríanse con pieles de lobo en señal de sumisión. Conocido es el caso del mensajero que los nertobriguenses enviaron al cónsul Metelo, el cual iba tocado con semejante distintivo en prueba de paz. Es decir, pone por testigo al dios infernal, el posible Sucellus, bajo cuyo atributo se acoge, del cumplimiento de la palabra dada. Los dioses infernales velan el cumplimiento de alian­zas y de pactos entre los pueblos. También ellos castigan a los que infringen los acuerdos. Así los lusitanos, al ser engañados por Galba y aniquilados en el año 150 a. C., no dudan en recurrir a los dioses, garantes de las promesas del romano.

Una divinidad subterránea, señora de los difuntos es Ataecina. Su culto se extendía por buena parte de lo que hoy son las dos provincias extremeñas si hacemos caso de las inscripciones a ella dedicadas que han aparecido en Mérida, Medellín, Herguijuela, Ibahernando y Salvatierra de Santiago. Entre sus exvotos, fechados hacia los siglos II-I a. C., destaca el jinete hallado en Torrejoncillo, que seguramente representa al «cazador fúnebre» ya humanizado. Con la diosa Ataecina están relacionadas unas ca­bras de bronce, encontradas en la citada población y en Aliseda, y que actualmente se exhiben en el Museo Arqueológico de Cáceres. Semejantes animales debieron sacrificarse en los rituales a esta diosa de ultratumba para buscar su propiciación y su defen­sa del lobo.

 

 

II. LAS FIESTAS DEL LOBO.

 

Ni la arqueología ni la epigrafía nos han proporcionado dates relacionados con las ritualizaciones en torno a las divinidades lobunas. Sin embargo, por medio del folklore actual extremeño podemos rastrear algunas viejas prácticas, aunque su luz nos lle­gue a través de un método comparativo.

Tenemos constancia que en el mundo indoeuropeo se desarrolla un culto fundamentado en las creencias de los pueblos de econo­mía agrícola y pastoril. Algunas de sus ceremonias trascienden a una época muy posterior. Roma celebró sus fiestas llamadas Palilia o Parilia en el mes de abril en honor de la divinidad pastoril Palas. Los pastores encendían, a distancias iguales, tres hogueras y saltaban por encima de ellas. Las ovejas que pa­saban por las cenizas quedaban purificadas y preservadas del lo­bo. En Ahigal y en otras localidades de la comarca de la Tierra de Granadilla nos topamos con actuaciones que recuerdan ese viejo ritual. En la noche de San Juan se encienden hogueras de romero a las puertas de las casas, que son saltadas para pre­venir a sus moradores de la sarna y de otras enfermedades de la piel. Por la mañana los animales domésticos son paseados sobre sus cenizas para librarlos del ataque del lobo y de otras alima­ñas.

En Etruria sobre las brasas de un fuego solsticial en honor de la diosa Feronia danzaban descalzos los Hirpi Sorani, nombre que cabe traducir por lobos de Soracte. Este rito conmemoraba cada año la invasión de Soracte por una manada de lobos que arrebató de la pira una parte de la carne que los habitantes habían ofrendado a un dios infernal. Algunos estudiosos hallan ciertos paralelismos entre la actuación de la secta de Soracte y otras celebraciones solsticiales más recientes. Dejando a un lado la costumbre de andar por las brasas de los jóvenes de San Pedro Manrique (Soria), nos fijaremos en las posibles conco­mitancias que con aquella parecen tener los rituales que el 23 de junio lleva a cabo la Hermandad del lobo verde, en Jumièges (Normandía, Francia), que a su vez guarda semejanzas con ciertas prácticas del Valle del Alagón. Tal cofradía, cada año, elegía un jefe, al que daban el nombre de «lobo verde» y vestían con unos raros atuendos. Por la noche se encendía una gran hoguera y alrededor de ella el lobo verde y sus hermanos, cogidos de la mano unos a otros, giraban en torno al fuego tras el que sería lobo verde al siguiente año. Este intentaba escapar golpeando a sus perseguidores con una vara. Una vez apresado, simulaban arrojarlo a la hoguera.

La práctica normanda nos abre nuevas perspectivas para una mayor comprensión del primitivo significado del «capazo» u ho­guera solsticial del norte de Cáceres. El hecho de que en la ma­yoría de las poblaciones del ya citado Valle del Alagón sea el mayordomo de la festividad de San Juan, con periodicidad anual, un elemento indispensable en la realización del fuego y, al mis­mo tiempo, la pervivencia de juegos estivales, como el marro de las cadenas, con un mecanismo persecutorio idéntico al empleado en la caza del lobo verde, nos hacen ver en ellos vestigios de la extinguida celebración de un rito parecido y que sería muy conveniente tener en cuenta, a la hora de profundizar en la religión primitiva de este área. Con todo, observamos una dife­rencia muy significativa. Mientras que en la ceremonia de Sorac­te parece que se hace una ofrenda a los propios lobos para apaciguarlos y ganarse su respeta para con los animales, en los rituales francés y cacereño la víctima expiatoria, aunque simbólica­mente, es un lobo, lo que nos manifiesta más aún su carácter to­témico.

Los festejos de Etruria conectan con los que en Polonia y Bulgaria se celebraban en honor del lobo. Se les invocaba y se los invitaba a un banquete, ya que se creía que estos animales ahu­yentaban a los malos espíritus. Por Navidad grupos de cantores cubiertos con sus pieles pedía el aguinaldo por las casas. El último apartado de la costumbre recuerda abundantes prácti­cas carnavaleras de Extremadura. En Aldeanueva del Camino algu­nas pandillas de jóvenes se tapaban con pieles de estos animales y portaban otra piel rellena de paja, como si se tratara de un lobo recién cazado. De esta guisa hacían la correspondiente cuestación. Con el dinero recaudado, más las aportaciones de cada uno, compraban un macho cabrío, que guisaban y comían en un pra­do junto al río Ambroz. Previamente colocaban una maza de carne cruda al lado del agua para que se la comieran los lobos, ya que «gracias a ellos, según decían, los mozos se habían podido zam­par el resto del macho». De la piel del cabrón hacían largas ti­ras, que cada joven llevaba anudada al cuello durante los días de carnaval y, pasados éstos, mandaba la costumbre atarlas a la puerta de las majadas o apriscos. Fue creencia general en el pueblo que el joven lograba un pronto casamiento y que el ganado no sería atacado por el lobo. En esta misma línea de fiestas en ho­nor del lobo se inscribe la del Otsabilko, carnavalera y de cuestación, que se celebra en el País Vasco.

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