Oct 011983
 

Eleuterio Sánchez Alegría.

Responde este epígrafe a un capítulo que el autor de la «RUTA DEL RIO JERTE» (Plasencia, su Valle y zonas de influencia hacia el N. y S. de la Vía de la Plata) ha escrito como razonada explicación al hecho insólito que aparece en las catedrales de Plasencia, Ciudad Rodrigo y Zamora. Es el caso curioso de las habilísimas tallas satíricas del genial Rodrigo Alemán, a finales del siglo XV y principios del XVI, burlescas, deshonestas e irrespetuosas en grado sumo contra curas y frailes, sin respetar jerarquías, y que se consideran producto netamente renacentista. Tal vez una verdadera venganza contra alguna alta autoridad eclesiástica y que se repite encarnizadamente en los tres coros catedralicios.

En una época en que el lodo salpicaba hasta la Curia Pontificia, el autor de este comentario cree que posiblemente este ataque personal pudiera haber sido dirigido contra los arzobispos de Santiago Alfonso, padre e hijo, cuyas flaquezas históricamente se constatan…

La sátira anticlerical cobijada en la sillería catedralicia

Pero en nuestro pensamiento al menos no podemos todavía alejarnos del sagrado recinto de la Catedral Nueva de Plasencia, sin hacer un comentario de la genial sillería de la ciudad del Jerte, en que la intencionalidad anticlerical del gran maestro Rodrigo Alemán llega a su colmo y se encarniza en forma despiadada.

Las razones que tuvo para obrar así las desconocemos y todo son conjeturas por ahora. Como acertadamente dice nuestro amigo el M. I. Deán D. Ceferino García, «su vida y muerte quedó sumida en el misterio. Conocemos su figura, que quiso inmortalizar en la misericordia del asiento del Obispo y en la de la silla presidida por la taracea de San Nicolás, santo alemán, tal vez de la devoción infantil de Rodrigo».

Sus tallas logradísimas y originalísimas son algo inimaginable desde todos los puntos de vista. Se hicieren para la Catedral Vieja y se situaron en la Nueva el año 1567. Son para persignarse y dejan estupefacto al que las contempla por primera vez. El mismo Ramón Mélida no sale de su asombro y he aquí su magistral comentario, al que poco o nada cabe ya añadir:

«Lo ideal y lo real, lo trágico y lo burlesco, todo esto y con ello lo que menos podía esperarse, la licencia y la grosería se ve en estas singulares tallas, bajo las bóvedas del sagrado recinto. Y aún no es esto todo lo que da testimonio de la incomprensible tolerancia del clero y la sociedad de aquel tiempo con los artistas que, acaso a pretexto de representar los vicios para hacerlos aborrecibles, o bien porque lo picaresco estaba harto bien recibido y celebrado, no se iban a la mano en pasar de lo libre a lo obsceno y a la más baja grosería.

En los sitios más disimulados, en las misericordias, que no se ven mientras no se levantan los asientos, es donde se ven tallados los asuntos mas licenciosos. No lo son todos. Algunos relieves representan las artes y los oficios: un escultor tallando una imagen, un carpintero trabajando en su banco; otros representan motivos de la vida corriente, como un juglar a caballo con un mono o una suerte de toros; otros asuntos son de pura fantasía como un hombre con cabeza de mono haciendo bailar a un cerdo; algunas veces se trate de ejemplos morales como el suplicio o quema de un hombre y una mujer, sin duda unos adúlteros; otras veces diríase que se han representado los vicios para hacerlos odiosos y así vemos la gula en un banquete al que asisten hombre y mujer, o la embriaguez de una dama.

Pero otras veces la intención picaresca es patente, como una dama que frente al espectador y con las faldas levantadas se lava los pies. O bien la escena burlesca de una dama que azota las carnes de un hombre, o bien otra que tiene que defenderse de un caballero. Más grave es todavía cuando el héroe de la burla o del lance amoroso es un fraile: uno de ellos caído y con los hábitos levantados es mordido por un perro; en otro relieve un fraile requiere de amores a una dama, y luchando con ella se le representa en otro. Aún la sátira llega a lo increíble en cuatro personajes cuyos inflados cuerpos son pellejos y que parecen ensayarse en el canto llano, o en el sermón burlesco de un reverendo con cabeza de zorro a unas gallinas. Y aún hay otros asuntos, como una mujer y una marrana o una marrana y un mono, de grosería tal que no es posible describirlos».

Por lo demás y así termina el comentario del citado arqueólogo, «aparte los asuntos, todos estos relieves son interesantísimos por lo numerosos datos que contienen para conocer los trajes, los muebles y objetos usuales en el siglo XV, todo lo cual constituye para el estudioso un curso de Arqueología. Por lo que hace al arte, toda la sillería es obra de primer orden… «

El hecho, sin embargo, de las escenas burlescas y groseras está de todas formas muy patente. Si ello obedeció a una determinada actitud de venganza frente a la jerarquía eclesiástica, a un acendrado odio y desprecio de la religión cristiana por las razones que fuere, es preciso un espíritu satánico para concebir y ejecutar premeditadamente tan depravadas escenas. No creemos en absoluto en su inocencia. Ni el Renacimiento ni ninguna circunstancia justifica que se pueda decir por alguien que «no representan en manera alguna irreverencia, sino que constituyen condenación de vicios o risueña represión de amaneradas costumbres». Si hubo o no hubo relación intencional de yuxtaponer pasajes religiosos con temas burlescos y ello fuera como la pro testa o censura del vicio y de la impiedad, no es tan fácil afirmarlo y más difícil todavía probarlo. Habrá que asentir tal vez a lo que, a propósito de las tallas del coro de Zamora intensamente groseras y procaces como las de Plasencia y Ciudad Rodrigo, comenta A. Gamoneda: «Visto lo que se ve, yo pienso que la religiosidad de aquellos artistas tenía cierto aire extra-católico; se olisquean los tufillos de la Reforma. Pero, también seguramente, en estas pequeñas creaciones existe una motivación moral: negativa en unos casos, cuando se trata simplemente de procacidad; positiva y crítica en otros, cuando la figuración alude y fustiga vicios a los que la clerecía y los monasterios no fueron ajenos en aquellos y los pasados siglos».

Con su atrayente y cautivador estilo José Mª Pemán así nos comenta las sillerías de coro en nuestras iglesias españolas y de manera general dice: «Estas sillerías de coro son como maravillosas viñetas que ilustran todo el libro de nuestra historia y de nuestra alma. Devoción, sentimiento, duda, todo esto y mucho más está expresado a trozos en esas riquísimas tallas, con toda la variedad y todo el vaivén del espíritu humano. Tienen estas sillerías algo de libros de horas y algo de álbum de caricaturas. Nuestro misticismo y nuestra socarronería están en ellas en amigable maridaje como están en nuestro espíritu… Todo es sinceridad en estas tallas que ríen y que lloran, que rezan y que pecan, como peca y reza y ríe y llora toda esta España de las Santas Teresas y los Lazarillos de Tormes».

Y con referencia concreta a las tallas de Rodrigo Alemán, que ni las nombra siquiera ni las vitupera, prosigue diciendo: «Toda la vida y las preocupaciones de la pequeña sociedad que rodeó, al convento o a la catedral, cuando la sillería se tallaba, han pasado a ella en alegres y traviesas alusiones. Todos son colaboradores de la obra como en el romancero o en la música coral. Apenas en algún rincón, el artista, como una pequeña rebeldía, se permite un leve desahogo personal a modo de sátira o libelo, contra algún obispo o algún abad, que andaba remiso en el pago de sus soldados, así como los pintores de retablos de ánimas; retratan a veces, por una ingenua venganza, a sus enemigos entre las llamas del purgatorio. De ahí vienen esas tallas burlescas de los obispos con alas de murciélagos o los salmistas cuyos cuerpos son odres de vino».

Más adelante, distinguiendo ya perfectamente entre las tallas candorosas, expresiones de la fe arraigada y firme, y las burlas atrevidas e irreverentes, afirma de manera categórica: «Es la invasión de la duda, del espíritu libre y desenvuelto. Erasmo y Lutero están ya agazapados detrás de las sillerías, como esos diablos que ellas presentan, a veces acurrucadas a los pies de un moribundo. El cincel, como la pluma, se atreve a herir lo más sagrado. El libre examen se entra, como una plaga de langosta, por los ventanales de la iglesia, y hace anidar en las sillerías los monos y diablos con mitra, las zorras con hábito de frailes, predicando a las gallinas al mismo tiempo que les roban los pollos. He aquí los comentarios de un nuevo estudio de nuestro espíritu nacional: orlas jugosas y realistas, admirables para ilustrar los diálogos de Luís Vives o los versos de Cristóbal de Castillejo.

Todos esos frailes y monjas que aparecen en las tallas, haciendo mil picardías y diabluras, son la cristalización del anticlericalismo de las vísperas del Concilio de Trento… No sólo está en ellas lo que éramos (la historia, las costumbres…) y lo que pensábamos (ideas, doctrinas…), sino que en ellas está también lo que soñábamos y lo que imaginábamos».

Alude luego a las sillerías españolas con hábiles palabras de exaltación de la Naturaleza, de forma que como si diera una bendición sacerdotal sanciona todas las cosas: lo sublime y lo grotesco, lo correcto y lo deforme.

«Para el Cristianismo la Creación toda es una obra divina y el contacto de las manos de Dios la embellece toda. Ante este nuevo concepto, las puertas del Arte se abren de par en par y, redimidas y bautizadas ya por el amor cristiano, entran en confuso tropel todas las formas incorrectas y grotescas: los enanos de Velázquez, los mendigos de Cervantes, las figuras, los animales y las flores extrañas de las sillerías. Es como una gran orgía de la naturaleza exaltada; como un último delirio del amor fraternal de San Francisco de Asís para todas las cosas y para todos los seres… Para el artista del Renacimiento cristiano la gama de los temas y de las formas se estira hasta lo infinito…

Este es el secreto, a mi juicio, el íntimo secreto de las maravillosas locuras de las sillerías. Significan la aceptación cordial de todas las cosas y todos los seres. Son como una ofrenda total de la Vida y de La Naturaleza dentro del templo cristiano».

Y finalmente termina su Prólogo a las «Sillerías de coro en las iglesias españolas» por Pelayo Quintero Atauri con estas palabras sentenciosas que condensan su criterio a manera de epifonema: «Nuestras sillerías son toda la crónica escandalosa a ratos y a ratos devota de varios siglos del espíritu español».

A tan sabio comentario del erudito gaditano, cabría añadir que, a pesar de las alusiones literarias a las licenciosas costumbres del Renacimiento, nadie, que yo sepa, ha extraído de nuestros bien surtidos archivos ningún ejemplo en España parecido al del memorable «Prior del Hospital», protegido de de la Corte de Santarem, quien, pese a su voto de castidad, engendró 32 hijos, entre los que se cuenta al extraordinariamente valeroso Nuño Alvares Pereira, famoso Condestable de la batalla de Aljubarrota, bajo el reinado de Juan I de Castilla (año 1385)… Su madre, Iria Gonçalves de Carvalhal, expiaría sus pecados (11 hijos tuvo con el célebre Prior), enclaustrada durante 40 años en el convento de Sernache denominado «Bomjardim»…

Esto sucedía hacia finales del siglo XIV, cuando el Cisma de la Iglesia se estaba confirmando e ideas paganas o peregrinas pululaban ya en mentes de cultos eclesiásticos. Los versos de Petrarca eran leídos con gran delectación junto con los libertinos e irrespetuosos cuentos del «DECAMERONE» de Boccaccio, historias del año 1348 repletes de sensualidad. El humanista eximio Lorenzo Valla escribía en precioso latín su tratado «De voluptate ac uero bono», singular proclamación de los principios de Epicuro como ideal de vida de bastantes humanistas no ejemplares.

Un pensamiento más libre levantaba ya cabeza por todas partes y la conducta cristiana se venía relajando día por día durante el largo periodo del Cisma de Occidente (1378-1418). Principalmente para los poderosos no existirían leyes humanas ni divinas. Si el filósofo escita Anacarsis había dicho ya en el siglo VI a. de C. que las leyes eran «simples telarañas» que sólo aprisionaban a los impotentes, en la primera parte del siglo XVI vemos que Nicolás Machiavelli proclama sin rebozo que la única norma de moral para el Príncipe es su propia conveniencia. Como fatal consecuencia inmediata surgía el «anglicanismo», instaurado por el vicioso y cruel rey de Inglaterra Enrique VIII, de infame memoria, en febrero de 1531. Pero ya anteriormente, en 1516, había precedido el gran desastre religioso en Europa: el Protestantismo de Lutero, con sus variantes de Zuinglio y Calvino…

Pues bien, medio siglo antes, en las postrimerías del XV había hecho su aparición en España el insigne «Maestro Rodrigo Alemán», conocido por su extraordinaria destreza con los nombres de «Maese Rodrigo, tallista» o «Maestro Rodrigo, el Tallador». Parece que el primer requerimiento procedió del Cardenal Mendoza, Primado de Toledo, quien le encargó la sillería baja en estilo gótico de la catedral metropolitana, que se compone de 54 tallas en que se desarrollan como único tema episodios de la «Guerra de Granada». Se remataron el año 1495, a razón de 866 reales y 20 maravedíes por cada uno. Magistralmente efectuados, no aparece aquí nada extraño de lo que será la futura picaresca y sátira anticlerical del Maestro Rodrigo por esa misma época en Plasencia y poco después en Ciudad Rodrigo (1498-1503) e igualmente en Zamora, cuya sillería catedralicia le encomienda el obispo Meléndez Valdés.

Observando la situación geográfica de Plasencia y Zamora, más o menos inmediatas a la frontera portuguesa y la de Ciudad Rodrigo, casi en la propia «Raya», como acostumbramos decir por Salamanca, se nos ocurre pensar si el gran artista alemán no conociese de oídas y rumores la escandalosa vida del «Prior del Hospital» del vecino reino de Portugal y ello influyera en su caricatura burlesca y encarnizada sátira contra el clero. Pero es que, por añadidura, si en los archivos españoles no consta que sepamos nada en contra de las jerarquías eclesiásticas de dichas diócesis, es lo cierto que al redactar este capítulo encontramos en una narración escrita un caso aislado de notoria inmoralidad por aquella misma época de finales del siglo XV en la provincia metropolitana de Santiago de Compostela, en que se hallaban comprendidas estas tres diócesis precisamente, además de otras varias.

Calumnia o no calumnia, fábula o triste realidad, nos cuenta Alberto Valero Martín en su libro «Castilla madre. Salamanca» (Madrid, 1916), al referirse a «LA CASA DE LA SALINA», que el famosísimo arzobispo de Santiago de Compostela y Patriarca de Alejandría Don Alfonso de Fonseca, hijo de una familia noble de Salamanca, edificó precisamente este gran palacio plateresco, «del más elegante y libre gusto del Renacimiento», en la calle de San Pablo, en honor de Doña María de Ulloa, una hermosa dama gallega. Y hace constancia de que formó aquel propósito para desairarla del agravio que la hicieron las autoridades salmantinas, cuando a finales del siglo XV, llegó a la Corte de Juan II a Salamanca con extenso séquito de prelados, nobles caballeros y gentiles damas. Doña María de Ulloa se sintió muy postergada en dicha ocasión, desprovista de digno alojamiento…

Valero Martín añade un párrafo emotivo entre comillas, como si se tratase de testimonio ajeno y del que transcribe tan sólo este fragmento:

«… Vedme llorar de los ojos, y pensad que lloro también del alma. Y ¿habréis de consentir mi afrenta y la de nuestro hijo por nacer? Apartaos, apartaos de mi y nunca más volváis, que hombre que así consiente que me afrenten en tu tierra, no es merecedor de que estos ojos le miren ni estos labios le regalen».

Ante tales sucesos, muy humanos por cierto, que se produjeran de hecho o no, en las altas o bajas esferas eclesiásticas, pero que la maledicencia popular nunca perdona y a veces inventa, no hacía falta demasiada animosidad en un artista extranjero, judío o simplemente ateo, y por supuesto excesivamente librepensador, para fomentar ese tipo de producción degradante que sabía de antemano sería siempre bien acogida con hilaridad por un público escéptico de la vida espiritual, indiferente o muy comprensivo ante las miserias de los hombres.

Picado de la curiosidad y sentido crítico de la historia, he tratado de hacer más averiguaciones y compruebo que otras fuentes confirman el testimonio del libro novelador «Castilla madre. Salamanca».

No hay duda de que a fines del siglo XIV un destacado noble portugués, Pedro Rodríguez de Fonseca, Señor de Olivenza, se mantuvo en las Cortes de Juan I y Enrique IV. Era un emigrado de su país, a causa de las contiendas civiles de su tiempo. Tenía una hija llamada Beatriz que se casó en Toro con Alfonso de Ulloa, iniciando un importante linaje nobiliario que conservó generalmente el apellido Fonseca y en el de figuran toda una serie de personajes llamados Alfonso o Alonso, quienes ocuparon altos cargos eclesiásticos desde mediados del siglo XV hasta mediados del siglo XVI, lo cual (y esto es lo más curioso de recalcar en este momento) no les impidió dejar a la posteridad una numerosa descendencia. Dinastía nobiliaria con una excepcional hegemonía política en la Corte castellana, precisamente por su carácter eclesiástico. Durante más de un siglo esta noble familia tuvo un especial sortilegio para enredar a nuestros infortunados reyes y a aquellos otros que alcanzaron el cenit de España. Tal vez sea para pensar si en estos prelados de altos cargos no estuviera la clave de nuestras grandes relaciones internacionales de la diplomacia mundial, en aquella época en que los Papas eran a la vez que dirigentes de la Cristiandad grandes Jefes de sus Estados Pontificios…

Pues bien. El primero de estos grandes personajes llamado Alfonso (Toro 1418-Coca 1473) fue un segundo hijo de Beatriz, nombrado capellán mayor del futuro Enrique IV. Bien pronto se le constituye en obispo de Ávila en 1445 y en 1453 es promovido a arzobispo de Sevilla. Casa a Enrique IV con Juana de Portugal y se erige en principal dirigente en las luchas civiles de Castilla. Por razones que no son del caso relatar, se indispuso con el Rey y se pasó al bando del Príncipe Alfonso, si bien trató de mediar entre ambos hermanos y guardó en rehenes en uno de sus castillos a la reina Juana. A la muerte del Príncipe, volvió a la obediencia del Rey, teniendo una muy destacada intervención en el Pacto de Toros de Guisando, en que se proclamara Reina de Castilla a Isabel. Este prepotente prelado fundó el mayorazgo de Coca y Alaejos, que se convirtió en el núcleo de los dominios de esta rama de la familia.

Pero, en realidad, la acción política del precitado Alfonso I nos importa ahora en función de su ínclito sobrino Alfonso II de Fonseca, que hay que suponer naciera de un pariente de éstos Alfonsos en Salamanca, quien ocupa la sede metropolitana de Santiago, gracias a la influencia de su ilustre tío. Es posible que entonces hicieran los nombramientos directamente los Reyes. En tiempos de los Reyes Católicos el Papa Sixto IV otorga, desde luego, una Bula con muy amplias concesiones (1478), aunque sus atribuciones se aplicaban a los poderes de la Inquisición española… Verificado, pues, el nombramiento he aquí que surge una fuerte resistencia armada en la archidiócesis y entonces tío y sobrino resuelven intercambiar sus respectivas mitras el año 1460, hasta tanto que el poderosísimo tío sometiera a los cabecillas de la insurrección y pacificara las tierras que dependían de Santiago. Así se verificó, en efecto, pero lo curioso es que, una vez alcanzada la pacificación allá por el año 1463, el sobrino ya no quería retornar a la sede de Santiago. Allí volvió contrariado y aquí es de suponer que conoció a la noble dama María de Ulloa, señora de Cambados, (tal vez pariente suya, si reparamos en el apellido Ulloa), de quien nació, en Santiago el año 1476 el todavía más ilustre vástago de los Fonseca el Alfonso III, que estudió en Salamanca y siguiendo la carrera eclesiástica sucedió a su mismo padre en la sede arzobispal de Santiago en 1508.

En su culto padre, muerto en Santiago en 1512, había sido un hombre extraordinario, aunque en menor escala que el tío Alfonso que le había precedido, este tercer Alfonso de Fonseca supera a los anteriores en formación teológica y humanística siendo el típico gran señor eclesiástico del Renacimiento, con sus eximias cualidades y defectos, manteniendo correspondencia con Erasmo de Rotterdam, a quien pagaba una pensión anual, mientras fundaba los esplendorosos colegios Universitarios que llevan su nombre en Santiago y Salamanca. Indudablemente era la gran figura de su época y con razón en 1524 era nombrado arzobispo de Toledo, Primado de España, y por ello en 1527 bautizó al que sería nuestro gran Felipe II. Para terminar nuestro comentario sobre los Prelados Fonseca y volviendo al tema que fue objeto de este capítulo, declaremos que en estos siglos gloriosos del Renacimiento triunfante, el clero incluso de las más altas esferas vivía muchas veces al margen del celibato y un tan eximio eclesiástico cual el tercer Alfonso de Fonseca tuvo de Juana de Pimentel diversos hijos, debiendo citar entre ellos a Diego, que fue mayordomo de Felipe II.

La época del tallista Rodrigo Alemán coincidió en España con las de los arzobispos Fonseca, hombres con sus debilidades humanas, cuando la Corte Pontificia, regida por el inteligente español Alejandro VI (1492-1403), no era por cierto un modelo de virtud. Por ello, consideramos que los arzobispos Fonseca puedan ser probablemente la clave del enigma picaresco que con encono trata de difamarlos en los coros de nuestras Catedrales.

Quizá por demasiado respeto a personas concretas, se ha tildado a estas tallas burlescas como producto espontáneo de la época renacentista. En realidad, no estaba aún muy lejano el recuerdo hiperbólico de las atribuidas inmoralidades de Alejandro VI, el inteligente Papa Borja y posiblemente la gran masa católica y devota había sabido comprenderlo todo muy humanamente, en razón del Renacimiento desbordado en todos los países, pensando con San Agustín que los ministros del Señor no son más que meros canales transmisores de la gracia y lo que contaba para ellos era la fe…

Comoquiera que sea, es lo cierto que existían unos precedentes de poco o ningún respeto al celibato en el bajo y alto clero en tiempos anteriores a la Reforma y precisamente surge ésta, exaltando más de la cuenta el matrimonio y presentando como modelo la doctrina y ejemplo del propio Lutero, quien cínicamente escribe en una de sus «CHARLAS DE SOBREMESA»: «En el primer año de casado se vienen unas ocurrencias extrañas. Cuando uno está a la mesa, piensa: «antes estaba solo, ahora estoy acompañado». En la cama, cuando se esta desvelado, ve un par de trenzas junto a él que antes no veía… » Y exclama: «¡Ay Dios mío querido! Que el matrimonio no es solo algo natural, sino también un don divino que proporciona la mas dulce, grata y honesta de las vidas, incluso más que el celibato y la soltería cuando el matrimonio sale bien…»

Lutero, contemporizando muy armónicamente con su época, hace una verdadera apología del matrimonio, afirmando que es una ley natural impuesta por Dios a toda la creación: «El matrimonio está inmerso en toda la naturaleza, porque en todas las criaturas se da el macho y la hembra. También los árboles se maridan, lo mismo que las perlas. Incluso entre las rocas y las piedras se da el matrimonio…»

Las críticas circunstancias en que se desenvolvía la Iglesia de Roma, pocos años antes de surgir a la palestra Martín Lutero, habían obligado a Julio II, intrépido Papa defensor de los Estados Pontificios y gran alentador de la Basílica de San Pedro, a convocar el XVIII Concilio General, V de Letrán, (1512-1517), en que se intentaba en principio una reforma completa de la Iglesia romana en su cabeza y en sus miembros, pero de hecho falto luego la decisión para hacer cumplir dichos mandamientos…

Precisamente el 31 de octubre de 1517 aparecen en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, en Sajonia, las 95 Tesis de Lutero, redactadas en latín y que eran un desafío intelectual dirigido a los dominicos que predicaban la necesidad de adquirir indulgencias. En Alemania se promovía la agitación y, tras la Dieta de Worms, en presencia del joven Emperador Carlos V el día 22 de enero de 1521, sobrevendrían las guerras encarnizadas por cuestión de religión en que consumiría su existencia nuestro idealista Emperador…

Al fin, por lo que cabía a la Iglesia Católica, la solución habría de venir del cielo y el Papa Paulo III un año antes de la muerte de Lutero en Eisleben (18 de Febrero de 1546) tuvo la feliz idea de convocar el famoso concilio de Trento, año 1545, que puso orden y derramó luz en temas dogmáticos y preparó con divina sabiduría el camino para la reforma de las costumbres. Indudablemente fue el medio providencial más importante para la verdadera reforma de la Iglesia frente a las innovaciones protestantes, como dice el P. Bernardino Llorca.

Tres grandes Papas reformadores surgieron tras el Concilio de Trento: Pío V, Gregorio XIII y Sixto V, quienes lograron cambiar radicalmente la faz de la nueva Cristiandad. La fe se avivó cada día más intensamente, las costumbres del clero fueron en lo sucesivo ejemplares y fueron virtuosos sus prelados.

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