Oct 011993
 

Miguel Alba Calzado y Mª Jesús Fernández García.

La vinculación entre mujer y alfarería está contenida en los relatos míticos sobre el origen de esta ocupación en culturas diversas y distantes. Muchas de estas interpretaciones míticas hacen depender la existencia de la alfarería de una divinidad femenina, identificada a veces con la propia Madre Tierra, que transmite el conocimiento en beneficio de la humanidad, en ocasiones a través de un agente también femenino[2].

Estudios etnográficos sobre sociedades africanas y americanas que hasta el presente siglo se han mantenido en estadios tecnológicamente primarios nos revelan que, en muchos de estos pueblos, la elaboración de vasijas de arcilla es tarea fundamentalmente femenina[3]. Pese a la distancia geográfica, se dan entre ámbitos culturales tan dispares como el africano y americano una serie de características coincidentes en lo que a la práctica alfarera se refiere: en primer lugar, es la mujer la responsable de todo el proceso de elaboración, un proceso técnico caracterizado por la ausencia de construcciones específicas y máquinas que determinan su factura totalmente manual. Además, el fin último de la producción es el abastecimiento local, cuando no se restringe al consumo propio, de modo que la comercialización rara vez supera los límites del poblado. De igual manera que para el hombre se reservan funciones muy específicas como la defensiva, la pastoril y la cinegética, entre las funciones domésticas de la mujer se incluye la manufactura de recipientes cerámicos junto a otras actividades artesanales como la elaboración de tejidos, de curtidos o la cestería. La cerámica resultante reúne unas características técnicas afines: además de su factura a mano (modelado estático)[4], las pastas son groseras, cocidas a baja temperatura en una atmósfera reductora o mixta que no siempre precisa de hornos. Las formas son simples y eminentemente utilitarias sin que la presencia o ausencia de decoración presente una pauta fija.

Si retrocedemos en el tiempo, encontramos esas mismas premisas técnicas en la cerámica Neolítica, Calcolítica y de la Edad del Bronce (Inicial y Pleno) de los yacimientos arqueológicos del actual territorio extremeño[5]. Si bien se carece de pruebas concluyentes acerca de su autoría, por paralelismo etnoarqueológico apoyado en la división del trabajo por sexos se podría argumentar que la alfarería pudo ser en su origen una actividad sino exclusiva sí mayoritariamente practicada por mujeres. De ser así, la producción cerámica femenina habría predominado alrededor de cinco mil años frente a los últimos dos mil quinientos mil de alfarería masculina. Con los profundos cambios aculturativos acaecidos en el Bronce Final y en la Edad del Hierro, aparecen entre los materiales arqueológicos[6] vasijas modeladas con torno rápido, de pastas decantadas y cocidas en hornos a alta temperatura en atmósfera oxidante[7], combinadas con otras de factura rudimentaria y de características semejantes a las anteriormente enumeradas para la cerámica más arcaica. La lectura que se ha hecho de este contraste es que coexisten dos tipos de producción: una, la autóctona, y otra foránea de las «cerámicas finas» llegadas en una primera fase a través del comercio en respuesta a una demanda promovida, entre otras razones, por motivos de prestigio social. Estas cerámicas torneadas, con el paso del tiempo, se generalizarán en el mundo ibérico mediante producciones de artesanos locales, artífices masculinos, probablemente, como entre griegos y fenicios. De igual forma «la nueva cerámica» aumentará progresivamente su presencia en las comunidades celtíberas castreñas del interior (por ejemplo, entre lusitanos y vettones), relegando paulatinamente a las de modelado estático atribuibles, como hipótesis, a la mujer dentro de una economía doméstica que pretende la autosuficiencia. Las vasijas a torno, «finas» y comunes denotan una ascendente especialización profesional, reflejo de los cambios sociales operados en la última fase de la Edad del Hierro, truncados por la completa asimilación cultural romana. Desde la romanización, el oficio es una actividad eminentemente masculina, plenamente especializada.

En resumen, sin desestimar motivos culturales importados relativos a la mentalidad y al comportamiento, parece que entre las causas que motivan el cambio de la actividad alfarera como tarea femenina a oficio masculino se hallan la profesionalización de los artífices (dedicación exclusiva), la asunción del torno rápido, el aumento de la producción a media y gran escala y la comercialización exterior.

Con la desarticulación del Imperio romano, las invasiones y el posterior establecimiento del reino visigótico, reaparece la cerámica modelada a mano (y a torneta), que coexiste con la producida a torno, por lo que cabe preguntarse si de nuevo la realización de la vajilla doméstica es asumida por la mujer en el marco de una economía autárquica rural. En cambio, en ciudades como Mérida[8], la cerámica altomedieval mantiene una ejecución técnica propia de alfareros de oficio que perpetuará la comunidad mozárabe hasta ser relevados por los artífices islámicos.

En los casos aún vigentes en la Península Ibérica de cerámica femenina, reducida a ámbitos rurales muy concretos, se mantienen atávicamente algunos de los rasgos que la enlazan con antiguas formas de elaboración alfarera. Así en Moveros y en Pereruela, provincia de Zamora, las mujeres protagonizan todo el proceso de elaboración[9]. Realizan sus vasijas, que constituyen una producción reducida, sobre una torneta baja que impulsan intermitentemente con la mano. Un caso semejante era el de Mota del Cuervo[10] (Cuenca) y el de algunas localidades asturianas. En territorio portugués, Emili Sempere documenta los centros de Pinhela, localidad próxima a la frontera con Zamora, y Malhada Sorda en la Beira Alta[11]. En Canarias[12], las alfareras prescinden del torno y de la torneta en la factura de sus piezas completamente manual. Un ejemplo de sistema mixto pervive en Molelos (Portugal), donde la mujer comparte con el hombre todas las funciones a excepción del torneado que compete al varón, en tanto que la cocción, en hornos de soenga, es responsabilidad femenina.

Las circunstancias que rodean hoy la participación femenina en Extremadura son muy distintas a las de los centros citados. A grandes rasgos, el papel de la mujer en la alfarería tradicional extremeña[13] se centra en la realización de tareas subsidiarias, habitualmente ocasionales y dependientes de la categoría económica del taller. Se da el caso de ausencia total en el proceso técnico en los centros dedicados a la producción de grandes recipientes de almacenamiento como tinajas[14] y conos, en tanto que su participación es prácticamente inexistente en los alfares desvinculados del espacio doméstico, denominados «fábricas»[15], o en aquellos donde, aun compartiendo el mismo espacio el obrador y la vivienda, en el pasado dispusieron de una plantilla amplia de oficiales y aprendices que cubrían cualquier aspecto del proceso, salvo lo relativo a ciertos tipos de decoración de los que tradicionalmente se ocupaba la mujer. Tampoco se ha dado presencia femenina en los obradores de elementos cerámicos para la construcción: teja, ladrillo, baldosa y tubos.

En lo referente a la comercialización hay una presencia tímida de la mujer, aunque poco a poco irá aumentando su protagonismo hasta compartir en algunos casos esta función con el hombre.

A modo de regla general para el ámbito extremeño, se puede afirmar que el grado de intervención de la mujer es mayor cuanto más limitados son los efectivos humanos y económicos de un alfar. En efecto, se observa la siguiente constante en todas las localidades alfareras: cuando el número de operarios[16] es tres o más, las posibilidades de intervención de la mujer se reducen al mínimo, si es que se dan; con dos, aumentan, aunque no deja de ser su participación ocasional y restringida; y en los que el alfarero trabaja en solitario es cuando la mujer pasa a asumir ciertas responsabilidades en el proceso de elaboración. En muchos casos, coincide este momento de mayor participación femenina con los primeros años de matrimonio y el establecimiento de un alfar propio y concluye cuando los hijos alcanzan la edad suficiente para reemplazarla. Con todo, en ningún caso se puede hablar de mujeres alfareras, sino de la esposa o la(s) hija(s) del alfarero que realizan esporádicamente unas funciones auxiliares muy concretas, tales como el acarreo de agua para proceder a la mezcla de las arcillas, retirar las vasijas de la mesa del torno, enasar, vigilar las fases de oreo y secado y cargar y descargar el horno. Tareas como la extracción de arcilla, desmenuzamiento, batido y colado, amasado, torneado y cocción son actividades reservadas por completo al hombre. Los motivos que sustentan tal exclusión son fundamentalmente las limitaciones físicas y causas de naturaleza sociocultural. Las primeras se deben al gran esfuerzo que hay que desarrollar en las actividades anteriormente mencionadas, para las que se considera al hombre más capacitado. La segunda argumentación basada en causas socioculturales, enraizadas en la mentalidad de un sistema patriarcal, va encaminada a conservar y reproducir unos patrones de comportamiento inquebrantables: la alfarería era una profesión privativa del rol masculino, por ello nunca se enseñaba el oficio a las hijas. El hermetismo llegaba incluso a privar de la transmisión del oficio a los hijos varones de las hijas del alfarero y a los hijos de los hermanos de la esposa.

En aquellos talleres más prósperos hay que añadir un tercer motivo: el hecho de alcanzar un determinado estatus económico implicaba liberar a la mujer de cualquier actividad manual fuera del ámbito doméstico.

En cambio, donde la mujer adquiría un protagonismo hegemónico, bien dentro o fuera del núcleo familiar, era y es en la decoración cerámica y, más concretamente, en determinadas técnicas decorativas. Como en el resto del panorama peninsular, la alfarería tradicional extremeña reúne una serie de motivos decorativos que de forma más o menos testimonial acompañan a la obra utilitaria. De ordinario, los sencillos motivos impresos o incisos, realizados durante el torneado, son obra del hombre. Sin embargo, a la mujer le corresponden aquellas decoraciones que son resultado de esquemas laboriosos con motivos florales o geométricos de factura esmerada, minuciosa y precisa que ocupan gran parte de las piezas. En el pasado dos técnicas decorativas eran exclusivas de la mujer: el enchinado y el bruñido. Ambas tienen como soporte preferentemente la obra de agua (jarro, botijos, cantarilla, jarra de agua, dama de noche, etc.) El bruñido consiste en efectuar dibujos sobre la superficie del recipiente, bañado en un engobe colorado muy fino, antes de que se haya secado la pieza, valiéndose de una piedra pulida (un pequeño canto de río) humedecida con la lengua; el resultado es un trazo brillante de rápida ejecución que, combinado con otros, da lugar a motivos vegetales preferentemente florales. El enchinado es la técnica decorativa basada en la incrustración de pequeñas piedras de cuarzo blanco sobre la superficie plástica de las piezas cuando están a medio secar. Los motivos, de composición libre, son vegetales y estrellados y se desarrollan en un solo lado del recipiente, en tanto que el bruñido circunda toda la pieza. En uno y otro caso las mujeres trabajaban en grupos, en un quehacer reiterativo, fiel a un patrón tradicional pero abierto a la incorporación de matices que permiten reconocer la procedencia de un taller e inclusive su autoría. En Salvatierra de los Barros o en los centros con alfareros originarios de allí, la esposa e hijas del artesano solían ser bruñidoras; en Ceclavín ocurría de forma similar con las enchinadoras. Dos técnicas decorativas tradicionales, que realizan indistintamente el hombre o la mujer, son el dibujo con tierra blanca bajo cubierta de vidriado transparente (plomo) y el esgrafiado sobre este mismo engobe blanco.

En plena década de los noventa parece ya incuestionable la evolución que el sentido de la mayor parte de obra alfarera ha experimentando desde una función fundamentalmente utilitaria hasta una meramente decorativa. Esta inversión de prioridades en la obra alfarera que han traído los nuevos tiempos ha hecho que a veces el recipiente de barro sea un simple soporte material para la labor decorativa. Pese a que en algunos centros esta tarea es exclusiva de las manos femeninas, no se ha dado un cambio parejo en la consideración de la autoría de la pieza, de modo que cualquiera que sea el grado de participación de la mujer en las distintas fases del proceso alfarero e incluso aunque su papel sea preponderante en la decoración y ello le confiera el interés comercial a la pieza, la obra final es considerada siempre resultado del trabajo masculino y será el hombre el que la firme si es que la obra va así diferenciada. Las propias decoradoras suelen restar importancia a su labor y considerar que no es equiparable al buen hacer del torneado.

En lo referente a la venta, antaño era frecuente que cada alfar dispusiese de un arriero, con preferencia miembro de la familia, que se encargaba de la comercialización exterior de la obra. La venta directa en la vivienda-alfar daba alguna ocasión de intervenir a la mujer cuando el maestro estaba ocupado o se hallaba ausente. Sin embargo, diversas circunstancias irían dando un mayor protagonismo a la mujer posibilitando su incorporación a la venta local y a la ambulante. Serían éstas la falta de hombres disponibles durante y después de la Guerra Civil, la recesión económica de la posguerra, que redujo las plantillas de operarios al mínimo y obligó a los alfareros a asumir el papel de arrieros o, en su lugar, a recurrir a la ayuda de la esposa o de alguna hija, y el vacío provocado en el sector por la fuerte emigración en respuesta a la crisis del oficio conforme decreció el consumo de obra utilitaria a lo largo de los años 60 hasta nuestros días. A diferencia del hombre, cuando el transporte aún se hacía en caballerías, la mujer encargada de la venta en los pueblos aledaños solía ir siempre acompañada y recorría trayectos cortos que le permitieran el regreso en el mismo día.

En una región eminentemente agrícola como Extremadura, la actividad artesanal en general y la alfarería en particular no pueden desvincularse del mundo rural. Dentro del entramado de relaciones y consideraciones sociales que se desarrollan en este medio, la categoría del alfar (medida en términos de producción, calidad de las instalaciones, número de trabajadores, ventas, etc…) determina el estatus social que la familia alfarera alcanza entre sus convecinos. Entre las diversas dedicaciones profesionales, la consideración social de los menestrales era y es siempre superior a la del campesinado. En nuestros días, la consideración social de la mujer, colaboradora o no en el oficio, ha ido pareja a la del alfarero (marido o padre), revalorizándose en los casos en los que la producción se ha orientado hacia una cerámica con intención decorativa, se ha modernizado el taller o se han abierto nuevas vías a la comercialización. Más precaria es la situación en aquellos talleres que, fieles al esquema productivo tradicional, no han sido capaces de afrontar la crisis.

Los cambios profundos que el oficio ha experimentado en los últimos decenios han si no acabado sí minimizado algunos de los inconvenientes y de las barreras que la mujer tenía planteadas para el acceso al trabajo alfarero como plena protagonista de él. Por un lado, la fase de preparación de la materia prima se ha simplificado con la comercialización a bajo costo de arcilla empaquetada lista para modelar, la adquisición de esmaltes y engobes industriales amplía el campo de la decoración y la mecanización del alfar (torno eléctrico, horno de gas o eléctrico, batidora, amasadora, etc.) ha suplantado la fuerza manual por la de tipo artificial. Por otro, el oficio no ha quedado ajeno a la incorporación de la mujer al mundo laboral en todos los campos. Escuelas de Bellas Artes, escuelas taller y cursos esporádicos del INEM han tenido y tienen como principales demandantes a mujeres. Para algunas de ellas la cerámica creativa se convierte en una opción profesional.

En la actualidad, es en el campo creativo donde la mujer reencuentra la cerámica, desligada de su antiguo sentido utilitario y erigida en expresión artística. En Extremadura existen algunos ejemplos renombrados de mujeres ceramistas[17] que enriquecen con su obra el campo experimental e inagotable de la cerámica.


NOTAS:

[1] Un extracto de esta comunicación se publicó en el catálogo de la exposición «La mujer en la alfarería española», (coord. Ilse Schütz, Agost, Museo de Alfarería, 1993, pp. 34-35)

[2] C. Lévi-Strauss hace en su libro La alfarera celosa (Barcelona, Paidós, 1986) un análisis de algunos de los mitos sobre el nacimiento de la alfarería entre tribus del Continente americano y observa cómo la mayoría de ellos presentan una figura femenina como dueña del arte de hacer vasijas de barro:

«De cualquier modo que se la llame: madre-Tierra, abuela de la arcilla, dueña de la arcilla y de las vasijas de barro, etc., la patrona de la alfarería es una bienhechora, pues, según las versiones, los humanos le deben esta preciosa materia prima, las técnicas cerámicas o bien el arte de decorar las vasijas». (pág. 35)

[3] Así lo señala C. Lévi-Strauss para el Continente americano:

«Sin pretender remontarnos a los orígenes, no hay duda de que en América es más frecuente que la alfarería incumba a las mujeres.» (Op. cit., pág. 34)

Ian Hodder para ilustrar las posibilidades del análisis etnoarqueológico referido a la tecnología cerámica se sirve de la alfarería femenina keniata (The Present Past.An Introduction to Anthropology for Archaeologists, London, Batsford Ltd, 1982).

[4] Esta terminología más precisa es la que emplea Emili Sempere (Rutas a los alfares. España y Portugal, Barcelona, 1982, pág. 46), pues hay que tener en cuenta que inclusive con el torno rápido el trabajo no deja de ser «manual».

[5] Son datos extensibles al resto de la Península, pero en los que a Extremadura respecta disponemos, hasta la fecha, de un representativo conjunto cerámico que han proporcionado yacimientos como Cueva de la Charneca (Oliva de Mérida), de época neolítica; del período calcolítico, los Barruecos (Malpartida de Cáceres) y la Pijotilla (Vega del Guadiana) y de la Edad del Bronce, Palacio Quemado (Alange) y Cueva del Conejar (Cáceres), entre otros. Algunos de los estudios sobre estos yacimientos arqueológico pueden encontrarse en el volumen Extremadura Arqueológica II, Mérida, Consejería de Cultura de la Junta de Extremadura y UEX, 1991.

[6] Sirvan de referencia los materiales cerámicos hallados en los yacimientos del Bronce Final (período orientalizante) de Cancho Roano (Zalamea de la Serena) y la Necrópolis de Medellín; de la Edad del Hierro, Castro de Villasviejas del Tamuja (Botija) y Castro prerromano de la Ermita de Belén (Zafra).

[7] Sin embargo, responden a estas mismas características y coinciden en este mismo horizonte cultural las llamadas cerámicas grises, realizadas en cocción reductora.

[8] Tal y como revelan los datos proporcionados por la excavación en curso del solar de Morerías (Mérida).

[9] Se refieren a la alfarería de estos centros J. LLorens Artigas y J. Corredor Matheos en su obra Cerámica popular espñola, Barcelona, Editorial Blume, 1982, pp. 63-70.

[10] Natacha Seseña, «La alfarería en Mota del Cuervo (provincia de Cuenca)», Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, nº XXIII, 1967, pp. 339-346.

[11] Emili Sempere, op. cit., pp. 332 y 327 respectivamente.

[12] Respecto a Canarias, J. LLorens Artigas y J. Corredor Matheos, op. cit., pp. 180-183.

[13] Para el contenido de los datos expuestos, nos hemos basado en los centros activos de la región extremeña durante la década de los 80: un total de veinte localidades alfareras, distribuidas nueve en la provincia de Badajoz y once en la de Cáceres. En lo básico, la información es válida también para la región del Alentejo portugués.

[14] Centros productores de recipientes de gran envergadura fueron Guareña, Castuera y Miajadas en la provincia pacense y Arroyomolinos de Montánchez en Cáceres, junto con Torrejoncillo única localidad que se mantiene en activo.

[15] El término «fábrica» es el que registra Pascual Madoz en 1846 en su Diccionario Geográfico, Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de ultramar para referirse a las alfarerías corrientes. Tal denominación ha pervivido en algunos centros extremeños hasta nuestros días. Sirvan de ejemplo los de Plasencia, Fregenal de la Sierra, Talarrubias, Mérida, etc.

[16] En los años 80, por la falta de demanda de recipientes utilitarios, ningún alfar de los registrados disponía de más de tres operarios, aunque muchos disfrutaron de plantillas más numerosas en el pasado.

[17] Cabe señalarse algunos nombres como los de Isabel Torrado (Cañamero), Inés Madejón (Navalmoral de la Mata), Paloma Sánchez (Cáceres) o María de Elena (Mérida).

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