Oct 011999
 

Rosario Rubio de Orellana-Pizarro.

A la vista de cuantas historias, relaciones y narraciones que de la conquista de América se han hecho cabe preguntarse si en ella hubo realmente presencia femenina, como efectivamente así fue. La mujer estuvo, y muy presente, en aquél gran acontecimiento del siglo XVI, participando en muchas y variadas acciones propias de aquella gesta, ignorando o burlando muchas veces la norma que prohibiera su intervención directa y activa.

La presencia femenina en la conquista no fue exclusiva de la mujer española. También la mujer indígena tuvo en ella una participación activa que es de justicia señalar. En muchas ocasiones decisiva para la permanencia y supervivencia de los españoles, motivadas principalmente por amor y devoción a alguno de ellos, no dudando en tales casos en traicionar a los suyos.

Paradigma de ello fue Malinche, india noble «La Malinche», bautizada Marina, Doña Marina, cuya relación de trabajo como intérprete de las lenguas habladas en la zona se convirtió en una relación amorosa. Su amor a Cortés y su plurilingüismo fueron decisivos en el éxito de la conquista de Méjico. Previamente había salvado a los españoles de una segura destrucción al avisar a Cortés de la conjura de los caciques cholulas que planeaban dar muerte a los españoles, quién les arrebata la iniciativa desprendiéndose de amigos tan peligrosos en celada que les tiende al convocarlos para una supuesta fiesta.

Otro caso similar de tantos reseñables fue el de la india Fulvia, del entorno de Balboa, que salva la vida de éste y de la población de La Antigua denunciando una poderosa conspiración para acabar, decían, con los invasores.

Doña Luisa Xicontecate de Tlascala, india noble también, de gran relevancia y fiel compañera de campaña de Pedro de Alvarado, madre de dos hijos suyos, única descendencia que llegaría a tener, ya que con Don Beatriz de la Cueva, su segunda esposa, no la tuvo.

Anayansi, aquella dulce indiecita el gran amor de Balboa, hija del cacique amigo Chimú, que se la entregó en prueba y refrendo de leal amistad y cuyas buenas relaciones en la Zona le supuso a Balboa ayuda importante para su descubrimiento del Pacífico.

En este abanico apresurado de recuerdos cabe también mencionar, entre tantos, a aquéllas mujeres indígenas de Santa Marta que acompañaron a Jiménez de Quesada, río Magdalena arriba y aquellas otras que acompañaron a Sebastián de Belalcázar desde Quito, como interpretes, confidentes e incluso como valerosos soldados.

Otra sería Inés Yupanqui Huaylas, llamada también Inés Huaylas Ñusta, influyente y activa compañera del viejo Pizarro, hija de Huayna Capac, hermana de Ataulpa, quién se la entregó a Pizarro ya en Cajamarca haciéndola ir desde el Cuzco, diciéndole: » Cata ay, hija de mi padre que la quiero mucho» Quispezira era su verdadero nombre; Pizarro lo transformó cariñosamente en Pizpita, recordando el pájaro femenino, inquieto, vivo y bello de su tierra extremeña. Fruto de esta unión nacieron dos hijos. En Jauja, en 1534, Francisca Pizarro Yupanqui, la primera mestiza noble peruana. En 1535, en Lima, nació el segundo, Gonzalo, heredero de la Gobernación de Nueva Castilla y que el transcurso futuro de los acontecimientos haría que acabaran en España.

Respecto de la presencia de la mujer española en la conquista podemos decir que fue muy temprana. Ya en el tercer viaje de Colón figuraron mujeres a bordo. Su paso a Indias fue fomentado por la Corona.

Aunque a América, se ha dicho, fueron más españolas que las que registran las listas de embarque, puede afirmarse que no fueron muchas más, y a éstas seguramente sería a las que se referiría Cervantes cuando dice de ellas que «iban a América, porque América resultaba ser añagaza generosa de las mujeres libres». La realidad es que la mayoría marcharon con sus maridos o parientes. Ejemplos, entre tantos, Isabel de Guevara, Catalina Pérez, Elvira Pineda, María Dávila, Leonor Soleto, Isabel de Quirós, Ana de Salazar, Luisa Torres.

En cuantos viajes se realizan, o en su mayoría al menos, se aprecia la existencia de un contingente de mujeres, de mayor o menor número, pertenecientes a las categorías sociales de las personas con quienes iban. Tal es el caso del realizado por el Comendador Ovando a La Española en 1502 y al que acompañaron familias principales y acomodadas; el de la Virreina María de Toledo, en 1509, sobrina del Rey, esposa de Diego Colón a la que seguía una cohorte de dueñas y doncellas en su mayoría, que casaron con hombres ricos y principales.

Tales precedentes hicieron que el paso a las Indias de señoras principales acompañando a sus maridos los realizaran con parecido acompañamiento. Así, el de Doña Isabel de Bobadilla, esposa de Pedrarías Dávila que lo llevó muy cumplido. Doña Beatriz de la Cueva, segunda esposa de Pedro de Alvarado llevó con ella, a Guatemala, a no menos de veinte doncellas de «buen gesto para casar» como decía, de modo incidental doña Isabel de Guevara en carta al emperador, en la que le daba cuenta de lo mucho que fue e hizo la mujer en aquellas remotas e ignotas tierras; otro nutrido grupo acompañó a doña María Carvajal, esposa del mariscal Jorge Robledo, a la recientemente fundada Cartagena, Cartagena de Indias. Otro nutrido concurso femenino, se registró en el río de La Plata, zona esta más pobladora y fundadora que guerrera y aventurera. Una de las mujeres que acompañaron a Mendoza, organizador de la expedición, doña Isabel de Guevara de especial relieve como autora de la carta mencionada anteriormente.

El flujo de mujeres con tal destino era continuado y se fue incrementando. Así se puede apreciar de la proporción de su número respecto del de los hombres. En la primera mitad del siglo XVI: una mujer por cada diez hombres; en el período comprendido entre 1540 y 1575, la proporción fue respecto de los hombres de un 23%; en el último cuarto de siglo, el porcentaje de la mujer blanca había aumentado considerablemente. Más tarde llegaría a igualarse al de los hombres.

El caso más frecuente era el de la condición de esposa o familiares femeninos en cualquier grado, de capitanes, oidores y oficiales reales que allá se trasladaban.

Llegadas a Indias, las más habían de fundar un hogar con alguno de los conquistadores, para lo que con frecuencia habían de atravesar extensos y diversos territorios. Como consecuencia de ello, se encontraron en muchas clases de acciones: en azarosas exploraciones de costas, estrechos y bahías; en reconocimientos y consiguientes riesgos de aquellos en el interior del continente, lo que las involucró muchas veces en un grado de protagonismo homologo al de sus compañeros, cuando no más.

El valor y el sacrificio que desplegaron es más admirable por cuanto que jamas se les reconocería el mérito que al conquistador se le otorgaba. Abundaba a ello la prohibición existente de mujeres solteras dentro de las huestes por ser, decía el texto que así lo establecía «causa de alboroto y muertes, como ya se ha visto muchas veces», dándosenos como ejemplo por el historiador Vargas-Machuca, únicamente, en las incidencias producidas en un loco viaje por el Amazonas del loco Aguirre y Ursua, que resultó ser otro demenciado.

Su presencia estaba en los lugares más dispares, así vemos que Lucrecia Sansoles, primera mujer que apareció en La Paz en el año de su fundación, en 1548, esposa de Juan de Rivas, del mismo temple que aquella doña Isabel de Guevara que junto con otras españolas logró llevar a los conquistadores hasta la Asunción del Paraguay, abriendo así el camino de la Sierra de La Plata hacía Bolivia en donde en donde Lucrecia fijó su hogar, y reunión a los cuarenta y uno hombres de España que llegaron con Alonso Mendoza. Puede decirse que fue ella la que dirigió la fundación de la capital de Bolivia, creando los llamados obrajes, manufacturas de paños y bayetas, ayudando a levantar iglesias y protegiendo a los indios.

Eugenia Castillo en Potosí, quién logró la concordia en la lucha secular entre vascos y los llamados vicuñas al casarse, vasca ella, con el vicuña don Pedro Oyanue en la pampa de San Clemente.

Doña María Nido que ante la orden de evacuación y abandono de la ciudad de Concepción dada por el General Francisco de Villagra, derrotado por araucanos, se le opuso de modo valeroso con un espíritu extraordinario.

Doña Lorenza de Zárate, viuda de Francisco de Irazabal, que apercibió a la resistencia haciendo que se desistiera de la idea de abandono que había empezado a cundir con ocasión de una correría del pirata Drake, que nos hacía su guerra particular amparado en la protección que de la corona británica recibía.

María de Estrada, esposa de un soldado de Cortés, Pero Sánchez Farfan, que en la salida de Méjico, dice el cronista, «hizo maravillas con espada y rodela y quién en la decisiva batalla de Otumba peleó a caballo y tuvo una actuación muy lucida y brillante.

La mujer del Alférez real Peñalosa en la expedición de Juan de Oñate, que viendo desmandarse a la hueste la contuvo y rehizo con sólo gritar que de vergüenza de verlos así se le caían las tocas.

Recordamos la presencia de Isabel Romero con su hija, esposa de un conquistador en Nueva Granada; a Catalina de Miranda en Venezuela, primera mujer blanca de que se habla en la conquista y que siendo historia se transformó en leyenda; a Juana Hernández, primera mujer de la que se tiene noticia en Perú, esposa de uno de los hombres de Alvarado y que pereció junto con dos niñitas en los Andes en el ascenso a Quito junto con su marido de las que no se había querido separar; a Inés de Atienza, Elvira Aguirre y la amante de Pedro de Ursua, con el que navegaron en su descabellada aventura amazónica; Doña Mencia de Calderón, viuda de Juan de Sanabría, que tuvo un papel destacado en la recién fundada ciudad de Asunción, y que había ayudado, en el extremeño pueblo de Medellín a su dicho esposo Juan de Sanabria a equipar la expedición de una nave y dos carabelas con trescientas gentes a bordo y entre ellas cincuenta mujeres casadas y doncellas. Sería doña Mencia, quién muerto Sanabria y nombrado Adelantado su tierno hijo Diego, la que cumpliría la capitulación ante el Rey.

Fueron frecuentes los casos en que apaciguaron disensiones entre caudillos, en que supieron allegar caudales para atender a la necesidad común, en que sobre la gallardía de la figura descollaran la entereza de carácter, la discreción, la inteligencia.

Buen ejemplo de lo anterior, lo tenemos en Doña Beatriz Estrada, esposa de don Francisco Vázquez Coronado; el de Doña María de Mendoza, que no habiendo en las arcas de Nueva España fondos con que organizar la expedición proyectada en conquista de la Sonora dio cien mil pesos de los suyos y se obligó a sostener ochenta soldados; Doña María de Toledo, esposa de Diego Colón, que gobernó las Antillas; Doña Juana de Zárate, Adelantada de Chile con opción a los títulos de condesa y marquesa. Doña Isabel Manrique y Doña Aldonza de Villalobos, gobernadoras de la Isla Margarita. Doña Beatriz de la Cueva, regidora de la ciudad de Guatemala por elección del Cabildo. Doña Catalina Montejo, que tuvo el adelantamiento del Yucatán por sucesión de su padre. La mujer de Hernando de Soto gobernó la Isla de Cuba con decisión, armando expediciones y enviándole refuerzos y provisiones a su marido «que era mujer de gran saber e bondad, e de gentil juicio e persona». Doña Isabel Barreto, acaso ejemplo único en el mundo de almirante efectiva; llevó la escuadra a Filipinas con un rigor superior a los que habrían desplegado los hombres de mar y guerra. Una de las Bobadilla, la marquesa de Moya, política, ilustrada, persuasiva, uno de los soportes, al parecer, de la empresa de Colón si bien según el Padre Feijoo, fuera solamente la reina Isabel la que venció «los temores y pereza de Don Fernando».

Fueron muchas, de las que algunos ejemplos acabamos de citar la que por poseer dotes que las cualificaban desempeñaron funciones destacadas en la gobernación y en la política de la época, incluso en el propio campo de la lucha cual fue el caso de doña Catalina de Erauso, alistada como varón y figurando como tal, conocida por la monja alférez, grado éste ganado en el propio campo de batalla por el valeroso y arriesgado rescate que hiciera de la bandera de Castilla arrebatada por araucanos en lo que fue la famosa batalla de Valdivia. Tan brillante intervención la hizo militando como soldado en la Compañía de Diego Bravo de Sarabia, que partió para La Concepción, tierra amenazada seriamente por los araucanos que de las amenazas pasaron a los hechos.

Otro caso de valor y serenidad fue el de doña Inés de Suárez, extremeña de Plasencia que cercada y a punto de sucumbir la plaza de Santiago de Chile ausente de ella Pedro de Valdivia, y ya entregada a las llamas entró en la prisión en la que se encontraban cinco caciques principales, los degolló por su mano y echó las cabezas por encima de la tapia acción que espantó a los indios sitiadores decidiéndoles a la retirada.

Ya que estamos en Trujillo evoquemos muy especialmente a una trujillana egregia: Inés Muñoz, trujillana, esposa fiel del leal Martín de Alcántara, el medio hermano de Pizarro que pereció en su defensa. El valor, lealtad, sangre fría de esta mujer impidió que el cadáver de Francisco Pizarro fuera profanado y que recibiera enterramiento digno y cristiano, permitió salvaguardar su cadáver y el lugar de su enterramiento, al propio tiempo que se ocupó de la custodia y protección de sus hijos hasta que como garantía de la seguridad de aquellos, consiguió mandarlos a España. El varón Gonzalo moriría; la niña fue nuestra conocida Doña Francisca, constructora del Palacio de La Conquista y mucho más que eso: benefactora de Trujillo, fundadora y protectora de instituciones, que contribuyeron a dar a la ciudad brillo y mayor gloria.

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