Oct 011981
 

Gumersindo Martín Hernández.

Entre los siglos XVI y XVIII es relativamente fácil encontrar en Extremadura figuras y hechos de primera magnitud que, en los más variados campos de la actividad humana, destacaron con carácter regional, nacional e incluso mundial. Es natural que esto sucediera si consideramos que el motor impulsor de toda actividad humana lo ha constituido siempre el cultivo de los valores intelectuales y Extremadura, en aquella época, fue un verdadero centro de irradiación cultural, reflejo, tal vez, de la próxima y prestigiosa Universidad de Salamanca.

Consideremos que, en algunos de estos momentos, funcionaron simultáneamente en Plasencia hasta siete Colegios Mayores, en los que dominicos, franciscanos y jesuitas, rivalizaban por ofrecer la más alta preparación para sus alumnos. Algunos de estos Colegios Mayores estaban facultados para expedir, de por sí, títulos universitarios, como los de Derecho y Teología de los Dominicos o los de la Escuela de Humanidades de la calle de Cartas, dependiente de la Universidad de Salamanca. Y no digamos nada del foco difusor de cultura que supuso el Monasterio de Guadalupe, en el que las ciencias, las letras y las artes brillaron a una considerable altura. Fue especialmente destacada su facultad de medicina, donde, según algunos autores, se verificó por primera vez en España la disección de cadáveres. De este monasterio salieron científicos, artistas, humanistas y místicos que plagaron nuestra geografía regional de hombres eminentes, que proporcionaron un ambiente cultural de singular importancia.

Son de destacar, en algunos de estos momentos, las tertulias culturales que semanalmente se celebraban en el palacio del Marqués de Mirabel, en Plasencia, a las que acudían las más preclaras mentes de la nación y donde, con frecuencia, solía ser estrenada la representación de alguna obra teatral en los albores del renacimiento de este género literario.

Es este, a mi juicio, y no otro el motivo de la grandeza de cualquier país o región; ya que las riquezas naturales (clima, suelo, materias primas, agua…) e incluso la fortaleza y el trabajo del hombre, no son nada si no son aunadas y dirigidas por una mente preparada para ello: una inteligencia cultivada, una imaginación fértil, unas dotes de mando y organización… una dotación cultural, en suma, que permita mirar y ver más allá de las simples y concretas formas materiales de las cosas.

Un necesario, pero desastrosamente llevado, plan de desamortizaciones, cercenó de raíz nuestras “fábricas de cerebros», relegándonos, en poco tiempo, al atraso, la miseria, la indigencia y el subdesarrollo, y a ser considerados, desde entonces, como los “indios de la nación”.

Grande ha sido la desgracia que nos ha llevado a la postración actual. Pero mayor desgracia es aún el que seudo-investigadores foráneos, interpretando a su arbitrio unas estadísticas muy localizadas de alguna población nada representativa del total regional, con un mal disimulado desprecio hacia quienes supieron darlo todo por la gloria de España, vengan a colgarnos el «INRI» de nuestra crucifixión, mancillando nuestra historia e intentando despojarnos de lo único que nos han dejado: el recuerdo de nuestra pasada grandeza.

Hemos tenido ocasión de escuchar desde hace algún tiempo, como una machacona cantinela, que la razón -imposible de razonar- de la Conquista de América fue la huída de la indigencia de nuestra tierra; que nuestros conquistadores –Los Dioses- no eran más que vulgares “ganapanes» buscando el sustento que no tenían en su Extremadura; que su despotismo y crueldad eran consecuencia de una ambición sin límites… y otras cosas por el estilo que trastocan el tradicional concepto de la historia, avalado por el más elemental sentido común.

Soy consciente del gran valor que nos aportan las estadísticas para reflejar unos hechos concretos, en un momento determinado, y que su interrelación y tratamiento matemático puede proporcionarnos pautas de conducta y previsión con un margen de error tan pequeño como queramos, pero resulta menos fiable el intentar extraer, de esas frías colecciones numéricas, conclusiones tipificadas que llevan a generalizar, para toda una región, algo tan sumamente complejo como son los móviles que incitan a cada comarca, ciudad o individuo a un comportamiento determinado en el tiempo y el espacio. Son éstas, conjeturas o suposiciones subjetivas, dependientes en gran manera de las aptitudes, disposición y estado de ánimo del tratadista, que en ningún caso pueden elevarse a definitivas ni intentar imponerlas con carácter dogmático.

Unas investigaciones de este tipo exigen, en primer lugar, un gran poder de abstracción, conocimientos y gran imaginación para situarse en el momento histórico que se estudia, tratando vivir con el pensamiento las circunstancias a estudiar. Es imprescindible la objetividad, necesaria en toda investigación seria, pero, además, es preciso un gran amor por las gentes y la época que se estudia, sin dejarse llevar por los criterios y formas de pensar actuales, que, indudablemente, difieren en gran medida de la filosofía y forma de ver la vida de otras gentes pretéritas.

Así, cuando hablamos de las barbaridades, crueldades e injusticias de la Inquisición, lo estamos haciendo desde una mentalidad actual, sin tener en cuenta que la vida de aquella época se centraba en lo religioso; que todo el ambiente revestía la misma dureza y crueldad, y que el mantenimiento de un orden social, con las supersticiones de la época, exigía unas medidas de policía que estaban encomendadas a la iglesia (sin que con esto pretendamos en ningún momento recriminar ni justificar nada). Cuando tachamos de bárbaras e inmorales las costumbres de un aborigen australiano, porque tomaba como esposas a sus hermanas, cuñadas y viudas del clan, no estamos situándonos en la extrema dureza de los desiertos de Australia, donde la supervivencia de una mujer no era posible sin la proyección de un hombre. Igualmente, cuando recriminamos el tremendo infierno de la vida de los obreros en las fábricas en los comienzos de la era industrial, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, estamos enjuiciándolo desde nuestra riqueza, confort y capacidad de holganza actuales, sin pensar que ese «horroroso infierno», era un gran avance para las gentes de aquella época; prueba de ello es el masivo éxodo del campo hacia la ciudad, huyendo de un medio aún más hostil e inhumano.

Algunos nos han mostrado los datos de emigración de las tierras libres o de realengo, como muy superiores a las emigraciones de las tierras de señorío; cosa que nos revelan como cierta los datos extraídos de los registros. Pero lo que ya no tiene carácter científico, es que, de estos datos que creemos considerar fidedignos, saquen la conclusión de que ello fue debido a que los hombres libres de las tierras del rey o con fuero propio, emigraron en mayor cantidad porque vivían en mayor miseria e insatisfacción que los que eran siervos en las tierras de los señores. Nosotros, en cambio, deducimos -creemos que con una mayor lógica- que si de los primeros territorios marcharon a América muchos más, fue debido a que, en su condición de hombres libres, podían ir y venir donde les viniese en ganas, sin tener que solicitar el permiso del señor, que, lógicamente, no concedería con mucho agrado, puesto que, desprenderse de un siervo, era despreciar una mano de obra casi gratuita.

Blandiendo estas mismas estadísticas y juzgando a Extremadura por su postración actual, arguyen, que la emigración hacia América, fue debida a la miseria de nuestra región en relación a las restantes regiones de España; cosa que en aquel tiempo no era cierta, pues si bien su agricultura no pudo desarrollarse en la medida que fuera de desear, por la preponderancia de la Mesta, su papel en la base ganadera de la nación era de una extraordinaria importancia: por sus pastos de invierno y, sobre todo, como principal vía de la trashumancia norte-sur, Y se contradicen en sus aseveraciones al presentar las estadísticas por regiones, y son ellos mismos los que nos aseguran que la aportación extremeña al nuevo Mundo supuso el 14%, del total nacional.

Confundiendo el glorioso éxodo hacia América con la desgraciada y lamentable emigración de nuestros días, se han atrevido a decirnos que Extremadura pobló América de un ejército de proletarios desarrapados e incultos, y que sus hazañas, no fueron tales, sino la consecuencia de la lucha desesperada, por la supervivencia.

Sin necesidad de ser un investigador profundo, y solamente conociendo superficialmente la primera legislación de Indias, cualquiera puede constatar que, para obtener el permiso de embarque para América, era necesario, sobre todo, demostrar «pureza de sangre», ser cristiano viejo y ostentar, al menos, título de hidalgo. Así, Hernán Cortés, estaba emparentado con la poderosa familia de los Monroy, de Plasencia, y Francisco Pizarro, aun con su leyenda de sus años de porquero -versión extremeña del cuento de la Cenicienta-, la verdad es que era hijo de don Gonzalo Pizarro, destacado capitán de las campañas de Flandes, por no citar más que dos conquistadores de los más conocidos. Al contrario que otras naciones, que deportaban a sus colonias a los proscritos, la nuestra envió a las suyas lo más noble de su estirpe, quedando en la metrópoli una nube de harapientos y pícaros que tan bien describen nuestros literatos del siglo XVI.

Siendo el analfabetismo y la incultura la nota dominante de la época, no parece que este mal afectase a nuestros paisanos en mayor medida que al resto de las otras regiones, pues si bien desconocemos a ciencia cierta el grado de formación cultural de los conquistadores -salvo los estudios de Hernán Cortés en la universidad salmantina-, la realidad demuestra que de este, según dicen, 14% de emigrados españoles (¡Y ésta es nuestra grandeza!), salieron los capitanes que dirigieron al 86% restante, y ellos fueron los organizadores de la administración y el gobierno de las nuevas tierras.

No tenemos prueba alguna de que la emigración hacia América en la época de la Conquista tuviese como motivo la búsqueda de un medio de subsistencia y, sin embargo, sí sabemos, porque no se recetan en decirlo los textos de la época, que a América se iba «en busca de fama y fortuna». No se trataba pues de un movimiento de proletarios en busca del puesto de trabajo, sino de una emigración masiva de empresarios, como lo demuestra la denominación de empresas a las actividades por ellos ejercidas.

La Conquista fue, sobre todo, un logro de la iniciativa privada. Jamás se hubiera conquistado, explorado y dominado un continente en el exiguo plazo de poco más de medio siglo, con tropas regulares; se precisaba el incentivo de la posible ganancia y obtención de poder y fama; aquellos móviles, en suma, que llevan al hombre a realizar empresas, poniendo en marcha los resortes de la ambición, el espíritu de riesgo y el afán de aventuras.

En un mundo inmerso en el concepto económico del mercantilismo, se supo, de alguna manera, anticiparse en dos siglos a lo que sería el liberalismo económico. Empresarios de la guerra patrocinaban sus expediciones y reclutaban, a sus expensas, las tropas, que acataban la autoridad y ponían su confianza, no en un capitán de escalafón, sino eligiendo a su albedrío al jefe que consideraban más capaz para la culminación de la empresa.

Considerando estas y otras cosas que pudieran ser sacadas a colación por personas con más autoridad que la mía, debemos procurar terminar con este tipo de seudo-investigaciones, que tanto dañan a la historia de nuestra Extremadura y siembran de confusión las mentes de nuestros escolares y estudiantes. Autoridades importantes tenemos en el terreno de la historia que pueden, con su buen criterio, salir al paso de estas afirmaciones sin fundamento. Y estos Coloquios Históricos que tan prestigiosa mente se vienen celebrando en Trujillo, pueden servir de decantación de todos los trabajos que sobre estos temas se realicen.

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