Oct 011978
 

Eleuterio Sánchez Alegría.

Confieso que quede muy perplejo, al leer el articulo publicado en «LA VANGUARDIA», 30 de marzo, por el conocido escritor Luis Romero: «Pedro Segura: el último cavernícola», como comentario a la abultada biografía de Ramón Garriga: «El cardenal Segura y el Nacional-Catolicismo». Planeta, 1977.

El epígrafe de la biografía ya es de suyo tendencioso, pero su comentario es para calificarlo con cero. L. Romero acusa gran desconocimiento de cosas de religión, si es que no malicia, enfocar así a un personaje tan ilustre del Episcopado español que, a pesar de sus defectos humanos, se reveló un hombre de cuerpo entero, todo un carácter, al estilo de San Pablo o San Antonio Mª Claret, y que, por otra parte, tampoco fue esa nulidad de inteligencia y fama que él pretende hacer creer a los lectores.

Lo menos que cabe decir del respetable ex-Primado es que tenía el talante de un autentico siervo de Dios y hacía todo con la mejor intención, importándole nada de lo que pudiera suceder y comentarse, si él estaba convencido de que aquello era la voluntad divina y el bien de la religión católica exigía obrar en determinado sentido en el preciso instante. Exactamente hizo lo que debía hacer una alta jerarquía de la Iglesia: cuadrarse y decir sin ambages ni rodeos «Non licet», cuando sus derechos eran lesionados, en República como en Dictadura. Su función era ésa y la cumplió fielmente. Hubo valentía y virtud en ello. Hay que reconocer que deber es de los obispos el defender el tradicional catolicismo de España y no dejar que se paganice en su sistema legislativo en cuanto éste en sus manos, sublimando perennemente el orden social y religioso.

No es licito adaptarse a las circunstancias en un plan maquiavélico, al margen de la religión y moralidad pública, ni hay razón para ir aguantando con pasividad católica el ataque sistemático de grupos sectarios. Falsas normas de conducta por parte de muchas personas están ocasionando una degradación de nuestra sociedad que ni interior ni exteriormente beneficia a España. Se habla con entusiasmo de «democracia» como ideal de convivencia, pero este lema público está resultando la gran estratagema para que personas no honestas constituyan una «pseudodemocracia» en muchas comunidades del país. Un pequeño grupo de audaces personas, que, por supuesto, no son las de conducta más ejemplar, acostumbra imponer su opinión a una prudente mayoría silenciosa que, por miedo a turbar la paz y alguna vez también por apatía social, acaba por condescender y cuando se da cuenta del abuso del poder, reacciona ya tarde y los primeros arman el alboroto. A la vista está que hay exceso de desorden publico y no por culpa de elementos conservadores, hay griterío en la calle, hay inconsciencia en lo que se pide y demasiada condescendencia en acceder a lo ilícito. El sentido común y hasta el mismo Dios acepta la bien entendida libertad, pero de ninguna forma ese libertinaje por el que claman determinadas masas…

A la corta y a la larga a nada bueno conducen el adulterio y el aborto y los anticonceptivos en un Estado bien organizado. Si por un «mal menor» se consienten por ley, «los creyentes en su foro interno ya saben a qué atenerse» y por eso no son «cavernícolas». Claro que, si ciertos librepensadores se empeñan en clasificar con ese despectivo a cuantos se esfuerzan por cumplir la ley de Dios y los mandamientos de la Iglesia, habrá que confesar que afortunadamente existen muchísimos cavernícolas en España, «los más», lo cual no es sinónimo de ignorantes y no progresistas, ya que la Iglesia fue precisamente la soberana civilizadora de Europa en la Edad Media en países que ahora son las adelantadas naciones modernas.

Por ello, es impropio e injusto calificar al cardenal Segura como «el último cavernícola». Un hombre erudito y santo y en verdad extraordinario, con méritos humanos y espirituales más que suficientes para encumbrarse muy por encima del «favor real». Cierto que Dios se valió de Alfonso XIII como medio para que el virtuoso Prelado de Coria realizara sus fines providenciales en calidad de Primado de España. Cuatro siglos antes Felipe II había escogido un simple «tonsurado», Santo Toribio de Mogrobejo, para arzobispo de Lima y Metropolitano del Perú y se vio bien claro que no se había equivocado en su elección. Y en verdad que, según Fray Justo Pérez de Urbel, prodigó lo que en la América de los conquistadores se llamaba «el ladrillo de Roma», la excomunión. Señal de que en determinadas circunstancias fue una necesidad para frenar ciertos abusos.

Nada dicen, pues, las maliciosas alusiones de L. Romero al «metafórico trabuco que nunca llegó a disparar» nuestro Cardenal. En cuanto a su hermana por él alabada como virtuosa, no olvidemos que también San Leandro, su glorioso antecesor hispalense, tributó elogios a su hermana Santa Florentina y San Benito a su hermana Santa Escolástica… Y por lo que se refiere a su intransigencia e incompatibilidad con otras jerarquías, incluso con el propio Franco, se explican perfectamente por su temperamento seco castellano y su espíritu apostólico. No se precisa mucho conocimiento de historia eclesiástica, para saber excusar tales deficiencias humanas, que se han dado en bastantes santos y no empañan por ello el brillo de sus virtudes. El hagiógrafo P. Pérez de Urbel explica muchos rasgos muy extraños de los santos celtas como algo connatural de sus peculiaridades étnicas.

Muchas contrariedades tuvo el Cardenal Segura y fue llamado justamente el «Mindszenty español», al no ser comprendido por las autoridades oficiales. Pero era un hombre superior, lleno de fe, y supo sufrirlo todo sin descorazonamiento, siempre impávido y en su puesto, al que cabía aplicarle aquel hexámetro de un poeta latino: «Impauidum feriere ruinae iustum», «aunque se desplome el cielo, no se inmutará el justo».

Hombre tal vez discutido el Cardenal Segura, pero de su virtud no duda nadie.

E. SÁNCHEZ ALEGRÍA

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